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los pasillos de las vides, una estampa rupturista respecto a los corredores de tierra completamente limpia que ofrecen otros paisajes vecinos. El tacto proporcionado a las viñas, ese cuidado extremo, y el estudio minucioso de los viñedos logró “en dos o tres años” que las plantas mostraran exultantes sus pepitas de oro rojo, vendimiadas en el punto exacto que apunta la curva de maduración. Si una parcela necesita más tiempo se espera. “Esto no es una ciencia exacta, pero cuanto más se sepa, mejores resultados se obtienen”, aplica Luis Cañas. La uva marca el compás, la coreografía de los vendimiadores. “Fue entonces cuando mi padre empezó a convencerse de que el camino escogido era el adecuado para la bodega”, explica Juan Luis, afable, didáctico y alejado de cualquier pose a pesar del amplio medallero que presenta su bodega, que almacena trofeos a granel. “Lo importante es el cliente, que se sienta satisfecho con nuestros vinos. No puedes pensar en los premios. Lo fundamental es lograr la lealtad del cliente porque le gusta el vino que elaboramos. Nuestra finalidad no son los premios si no trabajar para hacer cada vez mejores vinos”, apunta con sinceridad. La búsqueda de la excelencia
no concede áreas de descanso en la bodega familiar, tampoco despistes en la hoja de ruta. “Siempre se puede mejorar”, repite Juan Luis. Por eso introdujo un hilo de viento sobre la mesa de selección, donde van a parar las uvas vendimiadas y las miradas exhaustivas. “El hilo de viento sirve para desechar las uvas que no dan un cierto peso. El viento empuja las uvas, sopla sobre ellas, las que no tienen el peso suficiente caen a un lado y se desechan”. El empuje de la calidad.
Revista Mesa&Bar | Edición No. 1
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