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on Luis le contó a mi papá, lo que a mis 12 años pensé que
era una película de terror, como las que el primo de la maes-
tra nos contaba al corrillo de amigos en la escuela primaria
cuando salíamos al recreo.
Todos, decía el viejo Luis, estábamos en la plaza cantando, gritando
consignas y prendiendo fogatas, hasta que el cansancio nos fundía,
mientras los soldados nos rodeaban y nos cruzábamos insultos con
ellos.
Mahecha, uno de los líderes puso orden a la multitud, a la vez que pe-
día a los militares tener consideración con la gente reunida allí, pre-
sionada por necesidades urgentes que el Gobierno ni la United Fruit
atendían, pese a conocerlas; además les recordaba que así estuvieran
uniformados y armados, ellos eran hijos de los pobres y muchos te-
nían familiares entre los huelguistas de la plaza.
La voz de la bocina por donde hablaba Mahecha, se confundía con
el abucheo que la gente enardecida hacía a los soldados, cuando se
acercaban amenazantes a la plaza; hasta que la noche silenció todo.
Las madres muertas del calor y atropelladas por la angustia y los
mosquitos, buscaban proteger a los niños, cuyo llanto de hambre,
desaseo, calor y sueño, nos hacía estremecer el alma.
Aunque esa tarde hubo promesas de solución ya no las creíamos, pero
tampoco, advertimos la tragedia.
Mi papá lo miraba atento y yo los seguía embelesado, imaginando la
película.
Esa noche al amanecer, el cielo a pesar de ser el comienzo de diciem-
bre, tenía nubarrones que tapaban las estrellas y yo, en medio del
desasosiego que me aturdía, tuve un mal presentimiento y se lo co-
menté a Máximo, quien había llegado hacia dos días de visitar a su
hijo que sufría de hepatitis, al que había enviado con su esposa para
su rancho, porque en el hospital no recibían mas enfermos.
Las plantaciones bananeras estaban llenas de fruta, decía Máximo,
pero ahora era yo quien le insistía que algo me olía mal y sentía mie-
do.
MEMORIA COLECTIVA
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