Revista Greca | Page 29

por un segundo café, y ahí estaba él, con su sombrero de mimbre, haciendo la fila pacientemente. Sonrió al verme. Llevaba una pequeña libreta, hizo una rápida anotación y pidió un café como el que yo suelo pedir. Al recibir el cambio, la moneda de cien pesos cayó al suelo. Una moneda de cien como la que vi hace un rato en el enladrillado de la carrera 24. No dudé un segundo y le ayudé a recoger la moneda. Cuando lo vi a los ojos, esos ojos azules, vi a mi papá.
Mi papá era un hombre cascarrabias. Le gustaba usar sombreros de mimbre y fumar pipa, el tinto amargo y las telenovelas mexicanas, los boleros y escuchar las noticias en el radio. Tenía muchas arrugas y unos ojos azules muy hermosos. Le faltaba la mayoría de dientes y no le gustaba sonreír. Murió un 30 de marzo de cáncer pulmonar.
No pude evitar decirle a aquel desconocido de ojos azules el extraño parecido que tenía con mi papá. Estuvimos charlando un par de horas. El viejo, que tenía alrededor de 75 años, se llamaba Joaquín y vivía al lado de mi casa. Era escritor, su esposa había muerto recientemente y se llamaba Úrsula, igual que mi mamá.
Mi mamá es la persona más hermosa que conozco. Le gusta cantar baladas románticas de José José. Siempre llora cuando escucha « El triste » porque le recuerda a mi papá. Duerme con un camisón que solía ser de él y le gusta fumar de vez en cuando marihuana. Dice que es la cura para el dolor. Toma tinto como si fuera agua y lee más que cualquiera.
Joaquín se volvió mi gran amigo. Me mostraba sus escritos y ensayos, me recomendaba grandes libros y me invitaba a tomar café. Siempre me preguntaba por mi mamá; quería conocerla. Pero mi mamá se negaba. Decía que prefería estar sola, sola en su casa, escuchando a José José, pensando y arrepintiéndose toda su vida, añorando su vida pasada al lado de mi papá y de mi hermana.
Mi hermana Isabela era idéntica a mi papá y se estresaba fácilmente. Siempre fuimos inseparables. Se la pasaba citando su libro favorito, Rayuela. Le gustaba bailar y se reía a carcajadas cada vez que podía. Veíamos siempre películas románticas y llorábamos hasta más no poder. Me hace muchísima falta.
Me volví inseparable de Joaquín; estar con él era como tener otra vez a mi papá.
Viernes 8 de septiembre. 3:30 de la tarde. Uno, dos, tres pasos apresurados. Dos miradas a los lados, una mirada al suelo, un choque de miradas con desconocidos. Un incómodo segundo. No saber si sonreír o estar serio. Casas grandes y chiquitas, rojas con negro, negras con rojo. Dos, tres arbolitos. Una moneda de cien en el enladrillado de la carrera 24. Un recuerdo que se quedará siempre: un Joaquín, una Úrsula y una Isabela que quiero recordar. Un papá de ojos azules llamado Gastón que no olvidaré.
Viernes 8 de septiembre. 4:00 de la tarde. Todos, vestidos de negro, miran aquella urna sin vida, se saludan entre sí, lloran, lo lamentan. Gente con miradas de lástima, gente con recuerdos falsos compartidos. Dos sofás rojos y una luz blanca lo alumbran todo. Manos sudorosas, mucho maquillaje, muchas corbatas. Un gran ventanal que mira hacia la carrera 30, que mira hacia un árbol que, en cuestión de segundos, es lastimado por un carro sin frenos que pierde el control. Un fuerte estruendo y mucha gente asustada, una pequeña bebé que se orina del susto. Una ambulancia que llega a socorrer a la familia que se encontraba dentro del carro. Miro mis manos mientras juegan con una monedita de cien, miro mis piernas que tiemblan, miro a la gente y miro a Joaquín por última vez. La caja se quema lentamente; la gente suspira, llora, sufre. Yo guardo el recuerdo y sigo adelante.
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