Me siento como un cobarde por haber huido de la batalla, pero por otro lado, mi destino no habría sido más digno que ahora, puesto que los moros son los más despiadados contrincantes.
El viento nocturno acaricia mi rostro, tan frío; me recuerda con ternura a mi madre, que cada noche como esta me daba un beso en la frente. Ay, mamá, cuánto te extraño, aunque en cierto modo voy a ir a visitarla, tal vez en unas horas o, incluso, minutos.
Me quito el guante para sentir la tierra, el césped, que cada vez se humedece más debido a la sangre excesiva que sale de mi costado. Tomo mi cota de malla y me esmero en sentir cada eslabón frío que, inútilmente, se encarga de mi protección.
Observo a los animales pequeños que se escabullen entre los árboles con el entusiasmo que solo un niño muestra al jugar. ¡ Dios! Mis hijos, mis pequeños. El mayor, apuesto como su padre, tiene 10 años y el cabello rubio, como su madre. La menor, tiene el cabello castaño y una imaginación mágica.
Tomo una flor, siento sus pétalos, tan delicados y suaves como mi amada Andrea, la única mujer que me ha hecho amar de la más poderosa forma. Esa flor delicada me lleva ahora al recuerdo de cada explosión de erotismo que solo una mujer como ella me pudo brindar. Lujuria, pasión y amor profundo combinados en el más bello de los actos consumados por dos almas que se complementan.
Siento mi destino inminente ya muy cerca y observo con detenimiento cada punto luminoso en el cielo, cada matiz nocturno en ese cielo estrellado, que poco a poco se nubla, y esas nubes tapan las estrellas como un telón cuando se acaba una gran obra teatral. Empieza a llover y esa lluvia, que cae gota a gota en mi frente como besos tiernos de mi madre al irme a dormir, me hace consciente de lo que va a pasar.
No importa si mueres como un héroe de guerra o como el cobarde que huyó, o si fuiste rey o panadero. Al final se acaba toda banal pretensión. Porque cuando alcanzas la paz que ahora siento, solo te dejas ir.
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