Revista Greca | Page 18

Ocaso

Gabriela Sofía Yupanqui Séptimo B

Silencio y oscuridad llenaban el helado lugar. Luz de luna iluminaba parte del camino sin permitir divisar el final. El solitario sonido del viento azotaba fuertemente aquellos árboles, que tuvieron un día la elegante vestimenta del ayer; ese ayer que, como hoja, retoña, y que como rosa, se marchita. Pequeños copos de nieve inundaban el lugar y le daban cierta luminosidad. Podían representar el amor intenso, pero también la frialdad y desolación de la decisión impuesta, que tiene que andar por un sendero sin salida. Viento fulminante, viento que acaricia en el desamparo a quien se aproxima. Una delgada silueta femenina se asoma; el viento despeinaba los mechones de su negra cabellera. Tras la flor se esconde el árbol, el árbol se distorsiona; la niebla se anticipa. Triste, divagaba, y en llanto se ahogaba. El vestido color hueso resaltaba una figura alta y definida; ojos color miel viajaban con melancolía, como una pregunta que tal vez jamás tendría respuesta. Esta joven, sin remedio, por el espacio se desvelaba y en el camino, exasperaba.

Con su sinfonía el ave hechizaba aquel camino, aparentemente, llevando a una salida. El crepúsculo, armonioso telonero, se expone para darle la bienvenida a la tela suave y hermosa de la noche, y le da abrigo al sol, tapándolo y mostrando el esplendor de la noche iluminada por la luna, quien con su primera luz resaltó la silueta. La mujer siguió su camino. El viento danzaba con ella. Y la luna, testigo silenciosa de aquella escena, en la que el viento soplaba como si no quisiera que la noche avanzara, tropezaba con los árboles, gigantes majestuosos que a su paso se doblegaban.
La mujer avanzaba por el camino buscando otro destino. Se adentraba en el bosque intentando olvidar el dolor que la embargaba, al asumir esta nueva vida sin retorno, sin esperanza. El viento, a medida que avanzaba la noche, arreciaba; hacía que las ramas de los árboles resonaran; era como si no quisiera que llegara la noche y apaciguara el estruendo de la puesta de sol. Esos gigantes árboles no aguantarían tal furia contra ellos.
Ya la luna estaba alumbrando en medio de la noche sin estrellas y el viento seguía resonando, cuando al bosque lo inundó el silencio. Parecía eterno después de la avalancha de hojas y ramas. Un grito de auxilio se ahogó en la penumbra y una sombra apareció detrás de ella ocultando la luz de la luna.
La extraña sombra se deslizó envolviendo aquella silueta paseante del bosque. Capturó, con su trasparente presencia, la magia de su espíritu; le arrebató la vida y dejó, para sí, un capullo color marfil que se posó en una de las ramas, como el trofeo obtenido en su última batalla.
Las raíces de un roble esplendoroso de capullos coloridos se juntaban a la tierra lentamente por el peso de sus capullos; la carga eterna de almas arrebatadas a la vida. Al alumbrar nuevamente la luna, esta ya no tenía el mismo brillo, como si hubiera perdido un amor tal vez conocido, un recuerdo entristecido. Una estrella parpadeante acompañó el viento que acariciaba la noche. Y aquel hermoso árbol, único en invierno, adornado de capullos coloridos, oculta almas ambulantes, cuyo espíritu arrebata en medio de la noche iluminada, en el frío invierno de un bosque de montaña, y roba a los caminantes su destino ya sea este de alegrías o desgracias.
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