Un extraño día en julio
Juan Diego Salcedo Osses
Séptimo B
A pesar de haber tenido un tiempo bastante moderado para pensarlo, todavía me cuesta
aceptar la probabilidad de que nuestra vida esté inevitablemente ligada a la de otro ser.
Y es que, si esto llega a ser cierto, entonces todas las cosas hermosas acabarían estando
vacías: ver directo a los ojos de la musa, perderse en la melodía, sentir la excitación al
tener una idea. Estos detalles que enriquecen los momentos con su magia perecerían
como los recuerdos de un anciano.
Hasta donde sé, aquella mañana la brisa golpeaba con rabia las ramas de los árboles
cuyas hojas luchaban por mantenerse sujetas. Las que se rendían eran arrastradas hasta
el pie de un lago. Las piedras, húmedas, lisas y extrañamente ovaladas, como si hubiesen
sido moldeadas por la perfecta y divina mano de la sabia Gea, reposaban sobre el fértil
suelo, listas para ser arrojadas al agua por aquellos niños que, en medio de su juego
infantil, alteraban la calma que prevalecía en aquel lugar.
La niña era la más pequeña de los dos. Su piel era semejante a la de un durazno, sin
embargo, y en una hermosa contradicción, era también como un antiguo pergamino. El
vestido blanco en el que estaba envuelta parecía confeccionado con esa extraña, fina y
antigua seda que carece de nombre para la poesía con la cual las mariposas forman sus
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