por ende, se encuentra perdido sin saber qué paso dar para seguir por el camino correcto.
Desde el inicio de la humanidad el hombre, en un intento de sobrevivir, se une a
otros para lograr cazar y defenderse con mayor facilidad y eficiencia, cada individuo por
naturaleza acude a otros de manera concurrente al sentir miedo o soledad, buscando la
ayuda inmediata, aliviadora y consoladora que el otro le puede brindar, ya sea con un
consejo o una acción.
La costumbre de buscar las respuestas en el otro impide el desarrollo del carácter del
individuo acostumbrándolo a no pensar por sí mismo, a no poder afrontar los problemas
de forma individual, de modo que no piensa por sí mismo, sino que piensa a través o
mediante otro.
En la modernidad, la ideología del capitalismo pone la hiperindividualidad como
base de la convivencia humana, el vivir para sí mismo, ganarse las cosas con el
esfuerzo propio y sin ayudar a nadie transforma el modo de buscar ese consuelo. Ese
papel que jugaba el otro —familiar, amigo, consejero— se ha trasladado al objeto,
no tanto en el sentido de respuestas específicas, sino como respuesta al sentimiento
de soledad en sí, o como forma de encajar en el grupo al cual pertenece o quisiera
pertenecer —ya que dentro de este se acude constantemente al objeto—. Erich
Fromm (1941) explica que este miedo se debe a la confrontación de la libertad, ya
que esta trae además de individualidad y autonomía, un sentimiento de aislamiento y
soledad que atormentan al individuo. Es entonces cuando crea lo que muchos autores
llaman «vínculos secundarios» refiriéndose a cosas externas, pues los «vínculos
primarios» vendrían siendo la parte fundamental de su niñez —la madre, el padre, la
familia— que no fueron elegidos voluntariamente por el individuo. Pero los vínculos
secundarios son lazos que se forman por voluntad propia, ya sea en torno a un grupo
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