Revista Foro Ecuménico Social Número 12. 2015 | Page 15
Atrio de los Gentiles en la Argentina
rra –[es el tema del destino universal de
los bienes, y por tanto de la justicia]– fue
creada como un bien común para todos,
para los ricos y los pobres. ¿Por qué, entonces, los ricos se arrogan un derecho
exclusivo sobre el suelo? Cuando ayudas
al pobre, tú, rico, no le das lo tuyo, sino
que le das lo suyo. En efecto, la propiedad
común que fue dada en uso para todos,
tú solo la usas. La tierra es de todos, no
sólo de los ricos, por tanto, cuando ayudas al pobre tú restituyes lo debido, no
concedes un don tuyo”. Verdaderamente sugestiva esta declaración que procede
del siglo IV y fue formulada por Ambrosio de Milán en su escrito De Nabuthe.
Este fuerte sentido de la justicia debería ser una amonestación y una espina que la fe clava en el costado de la sociedad, el anuncio de una justicia que se
actúa en el destino universal de los bienes. Éste no excluye un sano y equitativo
concepto de propiedad privada que, sin
embargo, sigue siendo siempre un medio –frecuentemente contingente e insuficiente– para llevar a cabo el principio fundamental del don universal de los
bienes a la entera humanidad por parte
del Creador. En esta línea, queriendo recurrir una vez más a la Biblia, es espontáneo escuchar la voz autorizada y severa de los Profetas (léase, por ejemplo, el
potente librito de Amós con sus puntuales y documentadas denuncias contra las
injusticias de su tiempo).
El segundo testimonio que queremos
evocar tiene que ver con el amor y, con
el espíritu de un diálogo interreligioso; la
sacamos del mundo tibetano, mostrando así que las culturas religiosas, aun diversas, tienen en el fondo puntos de encuentro y de contacto. Se trata de una
parábola donde se imagina una persona
que, caminando en el desierto, avista en
la lejanía algo confuso. Por ello, comienza a tener miedo, dado que en la soledad
absoluta de la estepa una realidad oscura
y misteriosa –quizá un animal, una fiera
peligrosa– no puede dejar de inquietar.
Avanzando, el viandante descubre que
no se trata de una bestia, sino más bien
de un hombre. Pero el miedo no pasa,
al contrario, aumenta al pensar que esa
persona pueda ser un salteador. No obstante, debe seguir hasta cuando se halla
en presencia del otro. Entonces el viandante alza los oj