Revista EntreClases Nº 6. Mayo 2020 | Page 12

Hablo estos días con amigos angustiados por la situación de alarma. No es solo angustia por verse contagiados, o por los efectos económicos y políticos de la crisis (imprevisibles y verdaderamente preocupantes), sino también por la brusca interrupción de la rutina diaria. Normalmente, esa rutina nos “protege” de calibrar profundamente el sentido de lo que hacemos y lo que nos pasa, así como de afrontar problemas y contradicciones fundamentales. Por ello, cuando deja de estar ahí para librarnos de cavilar (y no podemos evadirnos con mil distracciones) surge de golpe y porrazo todo lo que llevamos por dentro. 

Ahora bien, aunque el golpe sea duro y los primeros momentos resulten angustiosos, lo de tomar conciencia de nuestra extraña y problemática vida no puede ser algo tan malo; consideren la situación como una forma de recuperar el tiempo perdido.  

Por cierto, para escribir su maravillosa A la búsqueda del tiempo perdido, Marcel Proust se encerró también, durante años, en un piso de París, cuyas paredes forró de corcho para no oír el insulso y estéril ajetreo de la vida. Pensaba el escritor, con toda razón, que “lo vivo” no está en lo que ocurre en los salones o las calles, sino en la “vivida recreación” que hacemos de todo ello en el cuadro, la novela o el ensayo: solo de ese modo tomamos consciencia de la vida, prestándole así su verdadera densidad y sentido. Vivir no es experimentar sin más las cosas. Únicamente los animales viven en ese estrecho y huidizo momento que es el presente. Nuestro mundo – más libre y consistente – está en creer y crear, en contar y teorizar el mundo que experimentamos. Sin cuento, sin creación, sin reflexión, es decir: sin lenguaje y sin conciencia, nuestra vida es tiempo perdido.  

No hay nada más maravilloso y enigmático que el lenguaje y la consciencia humana, ese mundo del Mundo a cuyo través – por el angosto agujero que abren nuestras preguntas – se expande ese otro universo paralelo y no menos misterioso de los símbolos, el arte, la religión, la ciencia, la filosofía... Esa consciencia nuestra no es fácil de aprehender; en parte porque es con ella con la que lo aprehendemos todo. Algunos psicólogos y filósofos la asocian al silencioso soliloquio en el que, no sin conflicto, interiorizamos el cúmulo de voces con que nos educan. Somos – dicen – ese decir que nos corre por dentro, el cuento que nos contamos sobre todo lo que (se nos) cuenta y desde el que, a veces, nos atrevemos a hacer nuestra propia versión de la historia.

Porque la conciencia no es solo ese “locutor” íntimo a través del cual se focaliza la atención, se reconocen las cosas, se construye la identidad personal, se planifican, dirigen o juzgan las acciones, se sentimentalizan las emociones o se encienden y apagan los deseos… También es la facultad para tomar las riendas del mundo, esto es: para crear nuestro propio relato acerca del mismo. La conciencia puede ser crítica y, por ello mismo, creadora, exploradora, vindicadora de realidades. Solo ella nos vacuna de esa insistente pandemia que es el pensamiento único.

Otro de los rasgos extraordinarios que se adscribe a la conciencia humana es la habilidad para reconocerse en otros. Contamos con lo que los demás se cuentan, nos ponemos en su lugar, contamos con ellos, sabemos que lo que vivimos no es igual de frondoso sin cómplices que lo compliquen ni antagonistas que animen la contienda. No somos nadie sin la trama que urdimos entre todos – y de la que no deberíamos permitir que se pierda ni un solo hilo –.

TOMAR CONCIENCIA