Revista Elevación Nº6, Marzo 2015, 2ª Quincena. | Page 8

El perdón no es simplemente una cuestión entre dos individuos; Dios también tiene mucho que ver con ello. Cuando hemos hecho daño a alguien, a nosotros mismos o incluso a nuestro entorno, también debemos pedir perdón a Dios. Dios creó un bello y perfecto orden en el mundo. Siempre que rompemos esta armonía creando división y separación sin respetar el plan divino, debemos pedir a Dios que nos perdone, y no sólo eso, sino también que nos ilumine y nos conceda una mayor capacidad de comprensión para poder crecer y reparar el daño que hayamos causado. Dios, cuya compasión es infinita, siempre se apiadará de nosotros y nos perdonará, y además nos concederá la sabiduría y la gracia que necesitamos para mejorar nuestras vidas. Con frecuencia los Ángeles actúan como mediadores: nos hacen llegar estos dones que Dios nos concede e intentan ayudarnos para que los utilicemos correctamente. Los Ángeles viven de acuerdo con el amor y la luz de Dios de forma muy diferente a nosotros, al menos mientras estamos en este mundo. Todo lo que hacen está en armonía con el plan divino. A veces el mayor obstáculo que nos impide alcanzar la curación es nuestra incapacidad de perdonar nuestras propias faltas, incluso cuando nuestra fe nos dice que Dios nos ha perdonado, y las demás personas implicadas también nos han ofrecido su perdón. Si no podemos perdonarnos a nosotros mismos es por culpa de nuestro amor propio, ya sea por exceso o por defecto. A veces nos vemos tan despreciables que no somos capaces de convencernos de que merecemos ser perdonados por algún error que hemos cometido. No nos amamos ni nos consideramos dignos de ser amados. El Ángel de la Armonía Imaginemos por un momento lo que pasaría si una persona perteneciente a la quinta dimensión viviera en nuestro plano físico, y como él o ella se vería ante los ojos de los demás. Esa persona representaría el perfecto equilibrio entre la cabeza y el corazón, la voluntad y el amor, el interior y el exterior, el trabajo y el juego, la quietud y la acción, la impresión y la expresión, el escuchar y el hablar, el recibir y el dar, la irradiación y la atracción. Esa persona imaginaria sabría seguramente cómo vivir. Tendría un flexible y relajado campo de energía y una conciencia del equilibrio total, lo cual es otra forma de estabilidad definida como regularidad, aplomo y seguridad en sí mismo. Todas las cosas parecerían encontrarse unidas, lo cual es el significado del vocablo griego “harmozein”, del cual se deriva nuestra palabra armonía. Y como un subproducto de este orden, equilibrio y armonía, esa persona irradiaría una sensación de paz, de serenidad y de tranquilidad. Qué maravilloso sería si todos expresáramos esa misma clase de energía, ese mismo estado de conciencia. Por cierto que la imagen que tendríamos de nosotros mismos sería diferente y que, sin temores ni culpas, podríamos incluso comenzar a vivir honestamente, como a todos nos gustaría hacerlo. Y eso sin decir que las demás personas se sentirían muy contentas de estar junto a nosotros. Pero nosotros no podríamos fingir. Pero si tratamos durante un tiempo de representar un rol de orden y armonía, desde el punto de vista de la personalidad humana, muy pronto nos convertiríamos en hermosos pero repugnantes robots, en dulces máquinas excesivamente controladas, emanando permanentemente un aire protector y condescendiente. Revista Elevación “Se aprende a hablar, hablando. A estudiar, estudiando. A trabajar, trabajando. De igual forma se aprende a amar, amando.” San Francisco de Sales (1567-1622) Obispo y Doctor de la Iglesia. 8