Revista Chile País de Poetas 8° Edición Año 2020 | Page 22

Irina Petrova, en su segunda visita al hospital donde yo estaba internado, llegó con algunos mangos de su patio y cargando con el pesado y único ventilador de pedestal que tenía en su precaria casita de madera, para espantar los zancudos y proteger de la malaria y el dengue a sus tres pequeños hijos.

Este sorprendente acto de Irina fue para mí uno más de los acontecimientos surrealistas que estaba viviendo después de aproximadamente quince días de insomnio y ausencia casi total de apetito.Me era imposible vislumbrar la diferencia entre lo real y lo onírico.Estaba allí desde hacía tres o cuatro días debido a una conjunción de circunstancias adversas que me llevaron al colapso y la depresión.

Era el año 2002 en Nicaragua.Había soportado cuatro años viviendo con lo básico en ese país tropical empobrecido por 10 años de guerra civil.Todo esto por estar cerca físicamente de mis dos pequeños hijos, a quienes visitaba dos veces por semana, según el acuerdo forzado con su mamá de quien me había separado hacía cinco años.Sobrevivía haciendo clases de dibujo y pintura a niños y adultos en la pobre Casa de la Cultura de Juigalpa.Allí tenía alumnos de toda condición social.Desde niños en riesgo social, en situación de calle, hasta alumnos acomodados pertenecientes a familias ricas ganaderas.

Margarito Moncada era uno de mis alumnos y habíamos desarrollado una buena amistad y sintonía.Teníamos en común el gusto por el arte en general y los temas filosóficos y existenciales ,los cuales compartíamos animadamente durante las clases.Margarito era médico cirujano y ocupaba el cargo de director del hospital donde yo estaba.Gracias a él se me facilitaron los trámites para ser internado allí.

Por esos días Juigalpa estaba atravesando por una de las peores crisis de agua potable.El suministro dependía de los pozos, casi secos por el atraso de las lluvias de mayo.Se había alterado el ciclo típico de los países tropicales donde hay una calor constante de día y de noche, y donde existen sólo dos estaciones: seis meses de lluvia y seis meses de sequía, en los cuales casi toda la vegetación muere.

El hospital funcionaba con el mínimo de recursos y hacían milagros aprovechando al máximo la poca agua que almacenaban en tambores de dudosa asepsia.

Yo deambulaba por los pasillos y otras salas, de día y de noche, conectado a una bolsa plástica con suero que colgaba de un pedestal con ruedas. El suero contenía nutrientes y algún medicamento para inducir el sueño, el cual resultaba casi ineficaz debido a la molestia constante de la nube de zancudos que habían dejado huella en toda mi piel sudorosa.

De Rusia con Amor

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