Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 40

Porque tiene que haber sido eso lo que yo creía cuando se me ocurrió matar a Oliveros. Matarlo de verdad. Quitarlo del camino. Son cosas de dejarse llevar. Voces que le llegan a uno a veces. Gritos de pezones duros como rocas que resuenan en la cabeza y le dicen a uno: Mátalo, mata a ese viejo de mierda. 38 andar conmigo. Siempre conmigo. Siempre juntos. Camilo es el mejor para hacer negocios de café. Sabe de épocas y de maduraciones. Sabe discutir de precios y de cosas de café. Yo no. Yo no tengo cabeza para este negocio. Creo que para ninguno. Lo mío es cargar el saco. Si es café seco voy contento. Si es café maduro me voy rascando. Pero contento también. Contento de andar con Camilo. Una vez hicimos bastante dine- ro y quisimos comprar un caballo. Vimos muchos, todos caballos vie- jos. A Camilo no le gustaron. Dijo que esos no. Seguimos buscando hasta que apareció la yegüita. A Camilo le gustó. —Bonita —dijo. La compramos. Camilo se en- cargó de atenderla. La cuidaba bien. La bañaba. Estaba gorda la yegüita. Bajaba bien por los trillos con cuatro sacos de café. Al mes dijo Camilo que era mucho. Em- pezamos a bajar dos sacos. Camilo la llevaba de la brida. Yo iba detrás. Fue un tiempo bueno porque el dinero entraba fácil y no nos can- sábamos tanto. Vendíamos el café en los barrios del llano. Siempre había gente buscando café. Gen- te que había hecho algún dinero y se empeñaba en hacerlo crecer. Gente que se arriesgaba. Llegaban desde lejos y se llevaban el café por quintales. Fue cuando conocimos a Olive- ros. Tenía el negocio de la charada. No le interesaba el café. No le hacía falta. Gente que hay así, con suerte. Con maña para buscarle sus vuel- tas a la vida. Solo quería que co- nociéramos a unos negros. Tenían preparado un carro para traficar y nos daban un buen precio. Y bue- nos negros eran. A Camilo le gustó hacer el negocio con ellos. A mí me daba lo mismo con quién se hacían los negocios, fuera con los negros o con otra gente. Pero me gustaba ir a la casa de Oliveros porque allá es- taba Marilia con sus chores cortos. La tela se le metía bien adentro y yo me quedaba mirándola sin poder hacer otra cosa. Estaba viviendo con Oliveros desde los carnavales. Vamos bajando desde los cafetales, vamos a pie, con miedo a resbalar en estas piedras sueltas del camino. Vamos saltando desde arriba, es- quivando las espinas de las zarzas. Bajamos como los chivos por estos roquedales, pero no somos chivos. Somos nosotros. Vamos bajando cargados de café por este camino de cabras. Café robado. Y no es que no supiera qué ha- cer con las mujeres, porque a mí las mujeres se me daban fácil. Las mujeres de por aquí. Las que casi se mueren de hambre en estos campos. Era solo que Marilia tenía aquel aire de mundo y aquella piel. Ella se dio cuenta de que yo la miraba. Ya entonces se dio cuenta y no me apartó la mirada. No lo hizo, coño, y esa fue la primera cosa mala. La primera cosa del diablo. Porque tie- ne que haber sido cosa del diablo, digo yo. Del que anda suelto por estos campos. Del que se asoma de noche a los ojos de los hombres y los hace ver las cosas de otra forma. Y Camilo me decía que no me de-