Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 15
ausencia
no, que te iba a suceder lo mismo
que a tu padre, si es que de verdad
lo fue el infeliz del Duque de Rei-
chstadt a quien nada ni nadie pudo
salvar de la muerte temprana, ni los
baños muriáticos ni la leche de bu-
rra ni el amor de tu madre la Archi-
duquesa Sofía, y al que apenas unos
minutos después de haber muerto
en el mismo Palacio de Schön-
brunn donde acababas de nacer, le
habían trasquilado todos sus bucles
rubios para guardarlos en relicarios:
pero de lo que sí se salvó él, y tú no,
Maximiliano, fue de que le cortaran
en pedazos el corazón para vender
las piltrafas por unos cuantos rea-
les. Me lo dijo el mensajero. Al
mensajero se lo contó Tüdös, el fiel
cocinero húngaro que te acompañó
hasta el patíbulo y sofocó el fuego
que prendió en tu chaleco el tiro de
gracia, y me entregó, el mensajero,
y de parte del Príncipe y la Prince-
sa Salm Salm, un estuche de cedro
donde había una caja de zinc donde
había una caja de palo de rosa don-
de había, Maximiliano, un pedazo
de tu corazón y la bala que acabó
con tu vida y con tu Imperio en
el Cerro de las Campanas. Tengo
aquí esta caja agarrada con las dos
manos todo el día para que nadie,
nunca, me la arrebate. Mis damas
de compañía me dan de comer en
la boca, porque yo no la suelto. La
Condesa d’Hulst me da de beber
leche en los labios, como si fuera
yo todavía el pequeño ángel de mi
padre Leopoldo, la pequeña bona-
partista de los cabellos castaños,
porque yo no te olvido.
Y es por eso, nada más que por
eso, te lo juro, Maximiliano, que di-
cen que estoy loca. Es por eso que
me llaman la Loca de Miramar, de
Terveuren, de Bouchout. Pero si te
lo dicen, si te dicen que loca salí de
México y que loca atravesé el mar
encerrada en un camarote del barco
Impératrice Eugénie después de que
le ordené al capitán que arriara la
bandera francesa para izar el pabe-
llón imperial mexicano, si te cuen-
tan que en todo el viaje nunca salí de
mi camarote porque estaba ya loca,
y lo estaba no porque me hubieran
dado de beber toloache en Yucatán
o porque supiera que Napoleón y el
Papa nos iban a negar su ayuda y
a abandonarnos a nuestra suerte, a
nuestra maldita suerte en México,
sino que lo estaba, loca y desespe-
rada, perdida porque en mi vientre
crecía un hijo que no era tuyo sino
del Coronel Van Der Smissen, si te
cuentan eso, Maximiliano, diles que
no es verdad, que tú siempre fuiste
y serás el amor de mi vida, y que si
estoy loca es de hambre y de sed, y
que siempre lo he estado desde ese
día en el Palacio de Saint Cloud
en que el mismísimo diablo Napo-
león Tercero y su mujer Eugenia de
Montijo me ofrecieron un vaso de
naranjada fría y yo supe y lo sabía
todo el mundo que estaba envene-
nada porque no les bastaba haber-
nos traicionado, querían borrarnos
de la faz de la Tierra, envenenar-
nos, y no sólo Napoleón el Peque-
ño y la Montijo, sino hasta nues-
tros amigos más cercanos, nuestros
servidores, no lo vas a creer, Max,
el propio Blasio: cuídate del lápiz-
tinta con el que escribe las cartas
que le dictas camino a Cuernavaca
y de su saliva y del agua sulfurosa
de los manantiales de Cuautla, cuí-
date, Max, y del pulque con cham-
paña, como tuve yo que cuidarme
de todos, hasta de la Señora Neri
del Barrio con la que iba yo todas
las mañanas en un fiacre negro a
la Fuente de Trevi porque decidí, y
así lo hice, beber sólo de las aguas
de las fuentes de Roma en el vaso
de Murano que me regaló Su San-
tidad Pío Nono cuando fui a verlo
de sorpresa sin pedirle audiencia y
lo encontré desayunando y él se dio
cuenta de que estaba yo muerta de
hambre y de sed, ¿quiere unas uvas
la Emperatriz de México? ¿Se le
antojaría un cuerno con mantequi-
lla? ¿Leche quizá, doña Carlota, le-
che de cabra recién ordeñada? Pero
yo lo único que quería era mojar los
dedos en ese líquido ardiente y es-
pumoso que me habría de quemar
y tostar la piel, y me abalancé so-
bre el tazón, metí los dedos en el
chocolate del Papa, me los chupé,
Max, y no sé qué hubiera hecho yo
después de no haber ido al mer-
cado a comprar nueces y naranjas
para llevarlas al Albergo di Roma:
yo misma las escogí, las limpié con
la mantilla de encaje negro que me
regaló Eugenia, examiné las cásca-
ras, las pelé, las devoré y también
unas castañas asadas que compré
en la Via Appia y no puedo imagi-
nar cómo me las hubiera arreglado
sin la Señora Kuchacsévich y sin el
gato, que probaban toda mi comi-
da antes que yo, y sin mi camarera
Matilde Doblinger que se procuró
un hornillo de carbón y me hizo el
favor de llevar unas gallinas a la sui-
te imperial para que yo pudiera co-
mer sólo aquellos huevos que viera
poner con mis propios ojos. Enton-
ces, Maximiliano, cuando yo era el
pequeño ángel, la sílfide de Laeken
y jugaba a deslizarme por el baran-
dal de las escaleras de madera del
palacio, y jugaba a estarme quieta
para la eternidad en los jardines,
mientras mi hermano el Conde de
Flandes se paraba de cabeza y me
hacía muecas para hacerme reír y
mi hermano el Duque de Brabante
13