Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 11

premio Testigo de excepción A Maribel y Ana Un mar, un mar es lo que necesito. Un mar y no otra cosa, no otra cosa. Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre. Un mar, un mar es lo que necesito. No una montaña, un río, un cielo. No. Nada, nada, únicamente un mar. Tampoco quiero flores, manos, ni un corazón que me consuele. No quiero un corazón a cambio de otro corazón. No quiero que me hablen de amor a cambio del amor. Yo sólo quiero un mar: yo sólo necesito un mar. Un agua de distancia, un agua que no escape, un agua misericordiosa en que lavar mi corazón y dejarlo a su orilla para que sea empujado por sus olas, lamido por su lengua de sal que cicatriza heridas. Un mar, un mar del que ser cómplice. Un mar al que contarle todo. Un mar, creedme, necesito un mar, un mar donde llorar a mares y que nadie lo note. Desmesura A Javier Statié Dijo que no. Y el Tiempo se quedó sin tiempo. Luego, la vida hizo una pausa y todo pareció recomponerse como esos acertijos infantiles en los que sólo falta una palabra, una palabra necesaria y rara. Pero dijo que no. Cerró los labios y escuchó el gorgoteo de las sílabas luchando por vivir a la intemperie. Dijo que no. Y el tiempo oyó el silencio. Luego, la vida hizo una pausa. Y todo fue distinto: el dolor fue más cauto, más sensato, la lujuria lloró en su madriguera. Y el tiempo inauguró sus máscaras: hubo un pequeño espanto en los rincones, temblaron los espejos agobiados defendiendo impotentes el azogue. Los pájaros callaron esa tarde y la luna brilló blanca y sin manchas. Ardió la noche como vieja tea con la absurda avaricia de la muerte, con su luto distante y pegajoso, y un rencor resabiado y carcomido descargó como lluvia en el desierto. Entonces, sólo entonces, oyó a su corazón ladrando y se volvió despacio a los espejos y los vio tiritar con mucho frío y pedir compasión desde su escarcha. Y no supo qué hacer con tanta desmesura: cerró los labios y escuchó al silencio. Lágrima extendida Ciertos amaneceres me producen la sensación de un pálido naufragio. El día punta desnortado, se percibe en la luz que se insinúa un paso inválido y torpísimo. Se eleva el día como un mar apagado, una extensión de agua deprimida que roza las ventanas con una pobre espuma. Parece enorme esa húmeda extensión que me aguarda: parece peligroso no sé bien si el rumor de las olas o el viento con salitre que me quema la cara. Qué día submarino se avecina: hay algas, pero no brillan los corales. ¿En dónde habré dejado el remo, la brújula? ¿Mi ancla, dónde quedó? Los aparejos se han perdido. No veo ni una barca. Y el día aumenta como un gran océano; busco el faro que vive en el espejo: emite sus señales pacientes. Para verlas sólo tengo que abrir y cerrar los ojos. Viejo amigo, querido tartamudo del socorro, aquí estoy agarradita al hilo que me tiendes, dispuesta a utilizarlo como si se tratase del cordón de Ariadna. 9