Revista Cantera CANTERA 9 | Page 16

té como un estandarte condenado a rendirse antes de empezar una guerra.
Ya con bandera, nombre y mapa procedimos a firmar oficialmente el acta fundacional en la que se dejó por escrito en la barroca caligrafía de Marisela el día de creación, los nombres de los primeros habitantes y la extensión territorial de Fénnelly. Al final del documento se dejó sentado la lapidaría frase“ Seremos grandes y lejanos”, cuyo significado ambiguo y que admitimos no entender, sería un enigmático acicate para futuras generaciones.
Aunque alegres porque en pocos días ya habíamos avanzado tanto, por otra parte también nos iban surgiendo interrogantes que nos tuvieron en vilo en las primeras horas de creados. Una de esas inquietudes la planteó Tobías: ¿ habría otra República de similares características a la nuestra, urdida en el anonimato, en la carencia de aeropuerto y de fronteras internacionales, y en la ocupación silenciosa de otra nación más grande? Había sólo dos posibles respuestas a esa pregunta: sí o no. Si confiábamos en que éramos los pioneros en idea semejante, continuaríamos con nuestro proyecto intacto, sin mirar atrás ni a los lados; pero si dábamos cabida a la posibilidad de que existieran otras naciones de igual tenor, sin duda había que clarificar desde ya las medidas a tomar: ¿ crear una confederación de repúblicas ocupantes?, ¿ declararnos la guerra unas a otras?, ¿ fundirnos bajo la figura de distantes archipiélagos de tierra para conformar un verdadero imperio transnacional? Sin embargo, nuestra verdadera preocupación era la congoja que nos produciría el hecho de saber que nuestro proyecto no era inédito, sino que era una copia azarosa de un modelo ya existente, que no conocíamos porque aún estaba en el anonimato de algún sótano o azotea de Dhaka, Ontaro o Lima. Nadie se tomó con gusto la broma que hice respecto a que en China debían existir cientos de Fénnellys esperando su momento para salir a la luz. Para suavizar los ánimos expliqué que nuestra ventaja estaba en que saliéramos nosotros antes que ellos. Ya me estaba ganando la fama de apático, por lo que traté en lo subsiguiente de reducir mis comentarios.
Aunque nuestra rutina diaria de trabajo y estudios se mantuvo con la regularidad cotidiana de siempre, sentíamos que algo en el mundo iba cambiando desde la minúscula realidad del apartamento de Alberto. El interior del cubo iba tomando forma, textura interna; ya no era el mismo de hace dos años cuando Alberto decidió compartirlo en alquiler con cuatro compañeros de la universidad. Ahora era un territorio en ebullición que cada día abastecíamos con cajas de enlatados, libros, ropa, botellas de vino, velas, agua potable y suministros médicos, que Alberto se encargaba de ordenar en vista de que no tenía responsabilidades laborales o académicas como los demás y podía dedicar más horas a Fénnelly.
Una tarde Alberto nos recibió con una emocionada sonrisa de padre primerizo mientras nos enseñaba un paño blanco, impecable. Era nuestra bandera recién confeccionada en uno de los almacenes del centro. La blancura del lienzo era tal que irradiaba una tenue luz blanca en toda la habitación y la suavidad de su textura invitaba a un fraterno cobijo, como una túnica para el eterno reposo. Desdoblamos la tela con el mismo cuidado que se acaricia una mariposa. Al menos yo tuve por un momento la impresión de que entre los pliegues descubriríamos algún preciado secreto. Una vez extendida, la bandera era como un mar lácteo que inundó por instantes el suelo fennelliano; la colocamos estirada sobre la pared más larga de la sala y la contemplamos con mirada solemne un buen rato. El ojo izquierdo de Alberto dejó correr una breve gota de agua, pero nadie lo secundó ni le dijo nada.
Entre vino tinto, embutidos y aceitunas, las tardes en Fénnelly se fundían con madrugadas plácidas y cada vez que salíamos nos despedíamos con el mismo afecto y melancolía de que quien abandona su país aunque sea por un par de días.
Aunque todos nos tomábamos en serio lo de nuestra nueva patria, quien iba un paso más adelante era Alberto. No exigió que asumiéramos compromisos a su nivel, en el sentido de desprendernos de nuestras obligaciones del mundo exterior, pero sin embargo su dedicación exclusiva a Fénnelly fue creando las condiciones para que se auto adjudicara roles que de algún modo irían perfilando nuestro destino patrio.
Al principio fueron minucias como el hecho de imprimirnos por su cuenta y sin previa aprobación los pasaportes de la República de Fénnelly( por cierto de gran calidad) o decretar nuestro plato nacional sin consultarnos( espaguetis de espinacas con almendras y queso crema). Al principio agradecimos con emoción el esmero de Alberto por cada día darle más forma y sentido a nuestra identidad nacional.
Pero luego ocurrió el asunto de los uniformes y entonces Tobías y yo intercambiamos mudas y amargas impresiones de desasosiego, pero fuimos incapaces de contravenir o cuestionar a Alberto. Lo que más me exasperó fue que el uniforme de las mujeres fuera igual al de los hombres, pues si el de Andreína hubiese sido al menos un short ajustado o hubiese tenido algún tipo de escote, creo que hubiese abrazado a Alberto. A Tobías en cambio no lo disgustó tanto el hecho que los uniformes que deberíamos usar durante nuestras estadías en Fénnelly fueran unas bragas de mecánico de color azul, su problema era que esa idea no se le había ocurrido a él.
Para tratar de picar adelante, Tobías expuso con vehemencia algunos proyectos para aplicar en Fénnelly. Uno de ellas fue crear un calendario fennelliano basado en la dirección de los vientos; propuesta que todos celebramos, incluso Alberto, quien sin embargo forzó bruscos cambios de tema para eludir una decisión definitiva al respecto. Otra de las propuestas de Tobías fue rescatar el arte de la“ coligrafía” o del esperanto como una
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