REBELIÓN EN LA GRANJA Rebelión en la Granja-George Orwell | Page 18

de actuar, sea imposible esperar cualquier forma de crítica inteligente ni honesta por parte de escritores de signo liberal inmunes a todo tipo de presión directa que pudiera hacerles falsear sus opiniones. Stalin es sacrosanto y muchos aspectos de su política están por encima de toda discusión. Es una norma que ha sido mantenida casi universalmente desde 1941 pero que estaba orquestada hasta tal punto, que su origen parecía remontarse a diez años antes. En todo aquel tiempo las críticas hacia el régimen soviético ejercidas desde la izquierda tenían muy es- casa audiencia. Había, sí, una gran cantidad de literatura antisoviética, pero casi toda procedía de zonas conservadoras y era claramente ten- denciosa, fuera de lugar e inspirada por sórdidos motivos. Por el lado contrario hubo una producción igualmente abundante, y casi igual- mente tendenciosa, en sentido pro ruso, que comportaba un boicot a todo el que tratara de discutir en profundidad cualquier cuestión im- portante. Desde luego que era posible publicar libros antirrusos, pero hacer- lo equivalía a condenarse a ser ignorado por la mayoría de los periódi- cos importantes. Tanto pública como privadamente se vivía consciente de que aquello «no debía» hacerse y, aunque se arguyera que lo que se decía era cierto, la respuesta era tildarlo de «inoportuno» y «al servi- cio de» intereses reaccionarios. Esta actitud fue mantenida apoyándose en la situación internacional y en la urgente necesidad de sostener la alianza anglorrusa; pero estaba claro que se trataba de una pura racio- nalización. La gran mayoría de los intelectuales británicos había esti- mulado una lealtad de tipo nacionalista hacia la Unión Soviética y, llevados por su devoción hacia ella, sentían que sembrar la duda sobre la sabiduría de Stalin era casi una blasfemia. Acontecimientos simila- res ocurridos en Rusia y en otros países se juzgaban según distintos criterios. Las interminables ejecuciones llevadas a cabo durante las purgas de 1936 a 1938 eran aprobadas por hombres que se habían pa- sado su vida oponiéndose a la pena capital, del mismo modo que, si bien no había reparo alguno en hablar del hambre en la India, se silen- ciaba la que padecía Ucrania. Y si todo esto era evidente antes de la guerra, esta atmósfera intelectual no es, ahora, ciertamente mejor. 18