POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 9

—Cada cual tiene que hacer lo que puede –dijo–. Yo vivo aquí y opero más allá de Segovia. Si busca uno jaleo aquí, nos echarán de estas montañas. Sólo quedándonos aquí quietos podremos vivir en estas montañas. Es lo que hacen los zorros. —Sí –dijo Anselmo con acritud–, es lo que hacen los zorros; pero nosotros necesitamos lobos. —Tengo más de lobo que tú –dijo Pablo. Pero Jordan se dio cuenta de que acabaría por coger el bulto. —¡Ja, ja! –dijo Anselmo, mirándole–; eres más lobo que yo. Eres más lobo que yo, pero yo tengo sesenta y ocho años. Escupió en el suelo, moviendo la cabeza. —¿Tiene usted tantos años? –preguntó Jordan, dándose cuenta de que, por el momento, las cosas volverían a ir bien y tratando de facilitarlas. —Sesenta y ocho, en el mes de julio. —Si vemos el mes de julio –dijo Pablo–. Deje que le ayude con el bulto – dijo, dirigiéndose a Jordan–. Deje el otro al viejo. –Hablaba sin hostilidad, pero con tristeza.– Es un viejo con mucha fuerza. —Yo llevaré el bulto –dijo Jordan. —No –contestó el viejo–. Deje eso al hombretón. —Yo lo llevaré –dijo Pablo, y su hostilidad se había convertido en una tristeza que conturbó a Jordan. Sabía lo que era esa tristeza y el descubrirla le preocupaba. —Déme entonces la carabina –dijo. Y cuando Pablo se la alargó se la colgó del hombro y se unió a los dos hombres que trepaban delante de él, y agarrándose y trepando dificultosamente por la pared de granito, llegaron hasta el borde superior, donde había un claro de yerba en medio del bosque. Bordearon un pequeño prado y Jordan, que se movía con agilidad sin ningún lastre, llevando con gusto la carabina enhiesta sobre su hombro, después del pesado fardo que le había hecho sudar, vio que la yerba estaba segada en varios lugares y que en otros había huellas de que se habían clavado estacas en el suelo. Vio un sendero por el que se había llevado a los caballos a beber al torrente, ya que había excrementos frescos. Sin duda los llevaban allí de noche a que pastasen y durante el día los ocultaban entre los árboles. ¿Cuántos caballos tendría Pablo? Se acordaba de haberse fijado, sin reparar mucho, en que los pantalones de Pablo estaban gastados y lustrosos entre las rodillas y los muslos. Se preguntó si tendría botas de montar o montaría con alpargatas. «Debe de tener todo un equipo –se dijo–; pero no me gusta esa resignación. Es un sentímiento malo que se adueña de los hombres cuando están a punto de alejarse o de traicionar; es el sentimiento que precede a la liquidación.» Un caballo relinchó detrás de los árboles y un poco de sol que se filtraba por entre las altas copas que casi se unían en la cima permitió a Jordan distinguir entre los oscuros troncos de los pinos el cercado hecho con cuerdas atadas a los árboles. Los caballos levantaron la cabeza al acercarse los hombres. Fuera del cercado, al pie de un árbol, había varias sillas de montar apiladas bajo una lona encerada. Los dos hombres que llevaban los fardos se detuvieron y *Robert Jordan comprendió que lo habían hecho a propósito, para que admirase los caballos. —Sí –dijo–, son muy hermosos. –Y se volvió hacia Pablo–. Tiene usted hasta caballería propia. Había cinco caballos en el cercado: tres bayos, una yegua alazana y un caballo castaño. Después de haberlos observado en conjunto, Robert Jordan los examinó uno a uno. Pablo y Anselmo conocían sus cualidades, y mientras Pablo se erguía, satisfecho y menos triste, mirando a los