POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 77
delante de los ojos. Pero debía de mirar por entre los dedos, porque
cuando llegaron al borde de la barranquera se puso de nuevo de rodillas y
se arrojó al suelo; y, agarrándose al suelo tiraba de las hierbas,
diciendo: "No. No. No, por favor. No, por favor. No. No."
»Entonces, los campesinos que estaban con él y los otros hombres más
fuertes del final de las filas se precipitaron rápidamente sobre él,
mientras seguía de rodillas, y le dieron un empujón y don Faustino pasó
sobre el borde de la barranquera sin que le hubiesen puesto siquiera la
mano encima, y se le oyó gritar con fuerza y en voz muy alta mientras
caía.
»Fue entonces cuando comprendí que los hombres de las filas se habían
vuelto crueles y que habían sido los insultos de don Ricardo, primero, y
la cobardía de don Faustino luego lo que los había puesto así.
»–Queremos otro –gritó un campesino, y otro campesino, golpeándole en la
espalda, le dijo: "Don Faustino, qué cosa más grande, don Faustino."
»–Ahora ya habrá visto el toro –dijo un tercero–. Ahora no le servirá ya
de nada vomitar.
»–En mi vida –dijo otro campesino–, en mi vida he visto nada parecido a
don Faustino.
»–Hay otros –dijo el otro campesino–, ten paciencia. ¿Quién sabe lo que
veremos todavía?
»–Ya puede haber gigantes y cabezudos –dijo el primer campesino que había
hablado–. Ya puede haber negros y bestias raras del África. Para mí,
nunca, nunca habrá nada parecido a don Faustino. Pero que salga otro,
vamos; queremos otro.
»Los borrachos se pasaban botellas de anís y de coñac que habían robado
en el bar del centro de los fascistas, las cuales se metían entre pecho y
espalda como si fueran de vino, y muchos hombres de entre las filas
empezaron también a sentirse un poco beodos de lo que habían bebido
después de la emoción de don Benito, don Federico, don Ricardo y, sobre
todo, don Faustino. Los que no bebían de las botellas de licor bebían de
botas que corrían de mano en mano. Me ofrecieron una bota y bebí un gran
trago, dejando que el vino me refrescase bien la garganta al salir de la
bota, porque yo también tenía mucha sed.
»–Matar da mucha sed –dijo el hombre que me había tendido la bota.
»–¡Qué va! –dije yo–; ¿has matado tú?
»–Hemos matado a cuatro –dijo orgullosamente–, sin contar a los civiles.
¿Es verdad que has matado tú a uno de los civiles, Pilar?
»–Ni a uno solo –contesté yo–; disparé en la humareda, como los otros,
cuando cayó el muro. Eso es todo.
»–¿De dónde has sacado esa pistola, Pilar?
»–Me la dio Pablo; me la dio Pablo después de haber matado a los civiles.
»–¿Los mató con esa pistola?
»–Con ésta mismamente, y luego me la dio.
»–¿Puedo verla, Pilar? ¿Me la dejas?
»–¿Cómo no, hombre? –dije yo, y le di la pistola. Me preguntaba por qué
no salía nadie y en ese momento, ¿qué es lo que veo sino a don Guillermo
Martín, el dueño de la tienda en donde habían cogido los bieldos, los
cayados y las horcas de madera? Don Guillermo era un fascista, pero
aparte de eso, nadie tenía nada contra él.
»Es verdad que no pagaba mucho a los que le hacían los bieldos; pero
tampoco los vendía caros, y si no se quería ir a comprar los bieldos en
casa de don Guillermo, uno mismo podía hacérselos por poco más que el
coste de la madera y el cuero. Don Guillermo tenía una manera muy ruda de
hablar y era, sin duda alguna, un fascista, miembro del centro de los
fascistas, en donde se sentaba a mediodía y por la tarde en uno de los
sillones cuadrados de mimbre, para leer El Debate, para hacer que le