POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 74
momento en que dejó a don Federico entre las dos filas de hombres. Pero
cuando Pablo le dejó y se volvió a la puerta del Ayuntamiento, don
Federico se quedó allí sin poder seguir adelante, con los ojos elevados
hacia el cielo y las manos en alto, como si quisiera asirse de algún
punto invisible.
»–No tiene piernas para andar –dijo alguien.
»–¿Qué te pasa, don Federico? ¿No puedes andar? –preguntó otro. Pero don
Federico seguía allí, con las manos en alto, moviendo ligeramente los
labios.
»–Vamos –le gritó Pablo desde lo alto de la escalera–. Camina.
»Don Federico seguía allí sin poder moverse. Uno de los borrachos le pegó
por detrás con el mango de un bieldo y don Federico dio un salto como un
caballo asustado; pero siguió en el mismo sitio, con las manos en alto y
los ojos puestos en el cielo.
»Entonces, el campesino que estaba junto a mí, dijo: "Es una vergüenza.
No tengo nada contra él, pero hay que acabar." Así es que se salió de la
fila, se acercó a donde estaba don Federico y dijo: "Con su permiso", y
le dio un golpe muy fuerte en la cabeza con un bastón.
»Entonces, don Federico bajó las manos y las puso sobre su cabeza, por
encima de su calva, y con la cabeza baja y cubierta por las manos y sus
largos cabellos ralos que se escapaban por entre sus dedos, corrió muy de
prisa entre las dos filas, mientras le llovían los golpes sobre las
espaldas y los hombros, hasta que cayó. Y los que estaban al final de la
fila le cogieron en alto y le arrojaron por encima de la barranca. No
había abierto la boca desde que salió con el fusil de Pablo apoyado sobre
los riñones. Su única dificultad estaba en que no podía moverse. Parecía
como si hubiera perdido el dominio de sus piernas.
Después de lo de don Federico vi que los hombres más fuertes se habían
juntado al final de las hileras, al borde del barranco, y entonces me fui
del sitio, me metí por los porches del Ayuntamiento, me abrí camino entre
dos borrachos y me puse a mirar por la ventana. En el gran salón del
Ayuntamiento estaban todos rezando, arrodillados en semicírculo y el cura
estaba de rodillas y rezaba con ellos. Pablo y un tal Cuatrodedos, un
zapatero remendón, que siempre estab»a con él por aquel entonces, y dos
más, estaban de pie con los fusiles.
»Y Pablo le dijo al cura: "¿A quién le toca ahora?" Y el cura siguió
rezando y no le respondió.
»–Escucha –dijo Pablo al cura, con voz ronca–: ¿A quién le toca ahora?
¿Quién está dispuesto?
El cura no quería hablar con Pablo y hacía como si no le viera y yo veía
que Pablo se estaba poniendo enfadado.
»–Vayamos todos juntos –dijo don Ricardo Montalvo, que era un
propietario, levantando la cabeza y dejando de rezar para hablar.
»–¡Qué va! –dijo Pablo–. Uno por uno y cuando estéis dispuestos.
»–Entonces, iré yo –dijo don Ricardo–. No estaré nunca más dispuesto que
ahora.
El cura le bendijo mientras hablaba y le bendijo de nuevo cuando se
levantó, sin dejar de rezar, y le tendió un crucifijo para que lo besara,
y don Ricardo lo besó y luego se volvió y dijo a Pablo: "No estaré nunca
tan bien dispuesto como ahora. Tú, cabrón de mala leche, vamos."
»Don Ricardo era un hombre pequeño, de cabellos grises y de cuello recio,
y llevaba la camisa abierta. Tenía las piernas arqueadas de tanto montar
a caballo. "Adiós –dijo a los que estaban de rodillas–; no estéis
tristes. Morir no es nada. Lo único malo es morir entre las manos de esta
canalla. No me toques –dijo a Pablo–, no me toques con tu fusil."
»Salió del Ayuntamiento con sus cabellos grises, sus ojillos grises, su
cuello recio, achaparrado, pequeño y arrogante. Miró la doble fila de los