POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 7

dormido. En aquel mismo coche llegaron a Guadarrama, con el viejo siempre dormido, y subieron por la carretera de Navacerrada hasta el Club Alpino, en donde Jordan descansó tres horas antes de proseguir la marcha. Esa era la última vez que había visto a Golz, con su extraña cara blanquecina, que nunca se bronceaba, con sus ojos de lechuza, con su enorme nariz y sus finos labios, con su cabeza calva, surcada de cicatrices y arrugas. Al día siguiente por la noche, estarían todos preparados, en los alrededores de El Escorial, a lo largo de la oscura carretera: las largas líneas de camiones cargando a los soldados en la oscuridad; los hombres, pesadamente cargados, subiendo a los camiones; las secciones de ametralladoras izando sus máquinas hasta los camiones; los tanques remolcando por las rampas a los alargados camiones; toda una división se lanzaría aquella noche al frente para atacar el puerto. Pero no quería pensar en eso. No era asunto suyo. Era de la incumbencia de Golz. El sólo tenía una cosa que hacer, y en eso tenía que pensar. Y tenía que pensar en ello claramente, aceptar las cosas según venían y no inquietarse. Inquietarse era tan malo como tener miedo. Hacía las cosas más difíciles. Se sentó junto al arroyo, contemplando el agua clara que se deslizaba entre las rocas, y descubrió al otro lado del riachuelo una mata espesa de berros. Saltó sobre el agua, cogió todo lo que podía coger con las manos, lavó en la corriente las enlodadas raíces y volvió a sentarse junto a su mochila, para devorar las frescas y limpias hojas y los pequeños tallos enhiestos y ligeramente picantes. Luego se arrodilló junto al agua, y haciendo correr el cinturón al que estaba sujeta la pistola, de modo que no se mojase, se inclinó, sujetándose con una y otra mano sobre los pedruscos del borde y bebió a morro. El agua estaba tan fría, que hacía daño. Se irguió, volvió la cabeza, al oír pasos, y vio al viejo que bajaba por los peñascos. Con él iba otro hombre, vestido también con la blusa negra de aldeano, y con los pantalones grises de pana, que eran casi un uniforme en aquella provincia; iba calzado con alpargatas y con una carabina cargada al hombro. En la cabeza no llevaba nada. Los dos hombres bajaban saltando por las rocas como cabras. Cuando llegaron hasta él, Robert Jordan se puso de pie. —¡Salud, camarada! –dijo al hombre de la carabina, sonriendo. —¡Salud! –dijo el otro, de mala gana. Robert Jordan estudió el rostro burdo, cubierto por un principio de barba, del recién llegado. Era una faz casi redonda; la cabeza era también redonda, y parecía salir directamente de los hombros. Tenía ojos pequeños y muy separados y las orejas eran también pequeñas y muy pegadas a la cabeza. Era un hombre recio, de un metro ochenta de estatura, aproximadamente, con las manos y los pies muy grandes. Tenía la nariz rota y los labios hendidos en una de las comisuras; una cicatriz le cruzaba el labio de arriba, abriéndose paso entre las barbas mal rasuradas. El viejo señaló con la cabeza a su acompañante y sonrió. —Es el jefe aquí –dijo, satisfecho, y con un ademán imitó a un atleta, mientras miraba al hombre de la carabina con admiración un tanto irrespetuosa–. Es un hombre muy fuerte. —Ya lo veo –dijo Robert Jordan, sonriendo otra vez. No le gustó la manera que tenía el hombre de mirar, y por dentro no sonreía. —¿Qué tiene usted para justificar su identidad? –preguntó el hombre de la carabina. Robert Jordan abrió el imperdible que cerraba el bolsillo de su camisa y sacó un papel doblado que entregó al hombre; éste lo abrió, lo miró con aire de duda y le dio varias vueltas entre las manos.