POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 69
cabo en la bocamanga y sudaba por todos sus poros, a pesar de que, por lo
temprano, aún hacía frío.
»–Da lo mismo arrodillarse –contestó éste–. No tiene importancia.
»–Es más cerca de la tierra –dijo el primero que había hablado; intentaba
bromear, pero estaban todos demasiado graves para gastar bromas, y
ninguno sonrió.
»–Entonces, arrodillémonos –dijo el primer civil, y los cuatro se
pusieron de rodillas, con un aspecto muy cómico, la cabeza contra el muro
y las manos en los costados. Y Pablo pasó detrás de ellos y disparó,
yendo de uno a otro, a cada uno un tiro en la nuca con la pistola,
apoyando bien el cañón contra la nuca, y uno por uno iban cayendo a
tierra en cuanto Pablo disparaba. Aún puedo oír la detonación, estridente
y ahogada al mismo tiempo, y puedo ver el cañón de la pistola
levantándose a cada sacudida y la cabeza del hombre caer hacia delante.
Hubo uno que mantuvo erguida la cabeza cuando la pistola le tocó. Otro la
inclinó hasta apoyarla en la piedra del muro. A otro le temblaba todo el
cuerpo y la cabeza se le bamboleaba. Uno solo, el último, se puso la mano
delante de los ojos. Y ya estaban los cuatro cuerpos derrumbados junto a
la tapia cuando Pablo dio la vuelta y se vino hacia nosotros con la
pistola en la mano.
»–Guárdame esto, Pilar –dijo–. No sé cómo bajar el disparador –y me
tendió la pistola. El se quedó allí, mirando a los cuatro guardias
desplomados contra la tapia del cuartel. Todos los que estaban con
nosotros se habían quedado mirándolos también, y nadie decía nada.
«Habíamos ocupado el pueblo, era todavía muy temprano y nadie había
comido nada ni había tomado café; nos mirábamos los unos a los otros y
nos vimos todos cubiertos del polvo de la explosión del cuartel y
polvorientos, como cuando se trilla en las eras; yo me quedé allí parada,
con la pistola en la mano, que me pesaba mucho, y me hacía una impresión
rara en el estómago ver a los guardias muertos contra la tapia. Estaban
cubiertos de polvo como nosotros; pero ahora manchando cada uno con su
sangre el polvo del lugar en que yacían. Y mientras estábamos allí, el
sol salió por entre los cerros lejanos y empezó a lucir por la carretera,
adonde daba la tapia blanca del cuartel, y el polvo en el aire se hizo de
color dorado; y el campesino que estaba junto a mí miró a la tapia del
cuartel, miró a los que estaban por el suelo, nos miró a nosotros, miró
al sol y dijo: "Vaya, otro día que comienza."
»–Bueno, ahora vamos a tomar el café –dije yo.
»–Bien, Pilar, bien –dijo él y subimos al pueblo, hasta la misma plaza, y
ésos fueron los últimos que matamos a tiros en el pueblo.»
—¿Qué pasó con los otros? –preguntó Robert Jordan–. ¿Es que no había más
fascistas en el pueblo?
—¡Qué va! Claro que había más fascistas. Había más de veinte. Pero a ésos
no los matamos a tiros.
—¿Qué fue lo que se hizo con ellos?
—Pablo hizo que los matasen a golpes de bieldo y que los arrojaran desde
lo alto de un peñasco al río.
—¿A los vein te?
—Ya te contaré cómo. No es nada fácil. Y en toda mi vida querría ver
repetida una escena semejante, ver apalear a muerte a uno, hasta matarle
en la plaza, en lo alto de un peñasco que da al río.
El pueblo de que te hablo está levantado en la margen más alta del río y
hay allí una plaza con una gran fuente, con bancos y con árboles que dan
sombra a los bancos. Los balcones de las casas dan a la plaza. Seis
calles desembocan en esta plaza y alrededor, excepto por una sola parte,
hay casas con arcadas. Cuando el sol quema, uno puede refugiarse a la
sombra de las arcadas. En tres caras de la plaza hay arcadas como te digo