POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 58
déjame dormir.» Y yo le decía: «No, despiértate y bebe esto, para que
veas cómo está de frío.» Y él bebía sin abrir los ojos, y volvía a
dormirse, y yo me tumbaba con una almohada a los pies de la cama y le
contemplaba mientras dormía, moreno y joven, con aquel pelo negro,
tranquilo en su sueño. Y me bebía todo el jarro escuchando la música de
una charanga que pasaba. ¿Qué sabes tú de eso? –preguntó, de repente, a
Pablo.
—Hemos hecho algunas cosas juntos.
—Sí –contestó la mujer–, y en tus tiempos eras más hombre que Finito.
Pero no fuimos nunca a Valencia. Nunca estuvimos acostados juntos oyendo
pasar una banda en Valencia.
—Era imposible –dijo Pablo–. No tuvimos nunca ocasión de ir a Valencia.
Sab es bien que es así, si lo piensas un poco. Pero con Finito tú no
hiciste nunca volar un tren.
—No –contestó la mujer–. Y eso es todo lo que nos queda, el tren. Sí.
Siempre el tren. Nadie puede decir nada en contra del tren. Es lo único
que nos queda de toda la vagancia, el abandono y los fracasos que hemos
sufrido. Es lo único que nos queda, después de la cobardía que tenemos
ahora. Ha habido otras cosas antes, es verdad. No quiero ser injusta.
Pero no consentiré que nadie diga nada contra Valencia. ¿Me has oído?
—A mí no me gustó –dijo Fernando tranquilamente–. A mí no me gustó
Valencia.
—Y aún dicen que las mulas son tozudas –dijo la mujer de Pablo–. Recoge
todo, María, para que podamos marcharnos.
Mientras decía esto, oyeron los primeros zumbidos que anunciaban el
retorno de los aviones.