POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 57
—Me marché sin ver siquiera el mar –contestó Fernándo–; no me gusta esa
gente.
—¡Ah!, vete de aquí, simplón, cara de monja –dijo la mujer de Pablo–;
lárgate, porque me estás poniendo mala. En Valencia he pasado la mejor
época de mi vida. Vamos. Valencia. No me hables de Valencia.
—¿Y qué es lo que hacías allí? –preguntó María. La mujer de Pablo se
sentó a la mesa con una taza de café, un pedazo de pan y una escudilla
con caldo de cocido.
—¿Qué hacía allí? Estuve allí durante el tiempo que duró el contrato que
Finito tenía para torear tres corridas en la feria. Nunca he visto tanta
gente. Nunca he visto unos cafés tan llenos. Había que aguardar horas
antes de encontrar asiento, y los tranvías iban atestados hasta los
topes. En Valencia había ajetreo todo el día y toda la noche.
—Pero ¿qué hacías tú allí? –insistió María.
—Todo –contestó la mujer de Pablo–; íbamos a la playa y nos bañábamos, y
había barcos de vela que se sacaban del agua tirados por bueyes. Metían
los bueyes mar adentro, hasta que se veían obligados a nadar; entonces se
les uncía a los barcos, y cuando hacían pie de nuevo, los remolcaban
hasta la arena. Diez parejas de bueyes arrastrando un barco de vela fuera
del mar, por la mañana, con una hilera de olitas que iban a romperse en
la playa. Eso es Valencia.
—Pero ¿qué hacías, además de mirar a los bueyes?
—Comíamos en los tenderetes de la playa. Pastelillos rellenos de pescado,
pimientos morrones y verdes y nuececitas como granos de arroz.
Pastelillos de una masa ligera y suave, y pescado en una abundancia
increíble. Camarones recién sacados del mar, bañados con jugo de limón.
Eran sonrosados y dulces y se comían en cuatro bocados. Pero consumíamos
montañas de ellos. Y luego paella, con toda clase de pescado, almejas,
langostinos y pequeñas anguilas. Y luego, angulas, que son anguilas
todavía
más
pequeñas,
al
pilpil,
delgadas
como
hilo
de
habas
retorciéndose de mil maneras y tan tiernas, que se deshacían en la boca
sin necesidad de masticarlas. Y todo ello acompañado de un vino blanco
frío, ligero y excelente, a treinta céntimos la botella. Y, para acabar,
melón. Valencia es el país del melón.
—El melón de Castilla es mejor –dijo Fernando.
—¡Qué va! –dijo la mujer de Pablo–; el melón de Castilla es para ir al
retrete. El melón de Valencia es para comerlo. ¡Cuando pienso en esos
melones, grandes como mi brazo, verdes como el mar, con la corteza que
cruje al hundir! el cuchillo, jugosos y dulces como una madrugada de
verano!! Cuando pienso en todas aquellas angulas minúsculas, delicadas,
en montones sobre el plato... Había también cerveza en jarro durante toda
la tarde. Cerveza tan fría que rezumaba su frescura a través del jarro y
jarros tan grandes como barricas.
—¿Y qué hacíais cuando no estábais comiendo y bebiendo?
—Hacíamos el amor en la habitación, con las persianas bajadas. La brisa
se colaba por lo alto del balcón, que se podía dejar abierto gracias a
unas bisagras. Hacíamos el amor allí, en la habitación en sombra, incluso
de día, detrás de las persianas, y de la calle llegaba el perfume del
mercado, de flores y el olor de la pólvora quemada, de los petardos, de
las tracas, que recorrían las calles y explotaban diariamente, a
mediodía, durante la feria. Había una línea que daba la vuelta a toda la
ciudad y las explosiones corrían por todos los postes y los cables de los
tranvías restallando con un estrépito que no puede describirse. Hacíamos
el amor y luego mandábamos a buscar otro jarro de cerveza, cubierto de
gotas por fuera, y cuando la camarera lo traía, yo lo tomaba en mis manos
y lo ponía, helado, sobre la espalda de Finito, que no se había
despertado al entrar la camarera y que decía: «No, Pilar; no, mujer,