POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 47

mientras ella lloraba, sus redondos senos de recios botoncitos le rozaban a través de la camisa que llevaba puesta. —No sé besar –dijo ella–; no sé cómo se hace. —No hay necesidad de besarse. —Sí, tengo que besarte. Tengo que hacerlo todo. —No hay necesidad de hacer nada. Estamos muy bien así; pero llevas demasiada ropa. —¿Qué tengo que hacer? —Yo te ayudaré. —¿Está mejor ahora? —Sí, mucho mejor. ¿No te encuentras mejor? —Sí, claro que sí. ¿Y podré irme contigo, como ha dicho Pilar? —Sí. —Pero no a un asilo. Contigo. —Conmigo; no a un asilo. —Contigo, contigo, contigo. Contigo, y seré tu mujer. Seguían en la misma posición, pero todo lo que antes estaba cubierto había quedado ahora descubierto. En donde había estado la rugosidad de las bastas telas era ahora todo suavidad, dulzura, suave presión de un bulto suave, firme y redondo, sensación continuada de delicada frescura y un mantenerse unidos sin fin y una especie de dolor en el pecho, y una tristeza terrible y profunda que quitaba la respiración. Robert Jordan no pudo aguantar más, y preguntó: —¿Has querido a otros? —No, nunca. Pero de repente quedó como desmayada entre sus brazos. —Pero me han hecho cosas. —¿Quiénes? —Varios. Se había quedado inmóvil, como si su cuerpo estuviera muerto; apartó la cabeza de él. —Ahora no me querrás. —Te quiero –dijo Jordan. Pero algo había sucedido y ella se dio cuenta. —No –dijo ella, y su voz salía como apagada; no tenía color–. No me vas a querer y quizá me lleves al asilo. Y yo iré al asilo y no seré la mujer de nadie. —Te quiero, María. —No, no es verdad –dijo ella. Luego, como si pidiera perdón, con un poco de esperanza en la voz–: Pero no he besado nunca a ningún hombre. —Entonces, bésame a mí. —Quisiera besarte –dijo ella–; pero no sé cómo. Cuando me hicieron cosas luché hasta que me quedé sin ver. Luché hasta que uno se–sentó sobre mi cabeza y yo le mordí, y entonces me amordazaron y me tuvieron sujetos los brazos detrás de la cabeza, y otros me hicieron cosas. —Te quiero, María –dijo él–; y nadie te ha hecho nada. Nadie puede tocarte a ti. Nadie te ha tocado, conejito mío. —¿Crees lo que te digo? —Lo creo. —¿Y podrías quererme? –preguntó, apretándose cálidamente contra él. —Te quiero todavía más. —Procuraré besarte como pueda. —Bésame ahora. —No sé cómo besarte. —Bésame; no hace falta más. María le besó en la mejilla. —No, así, no.