POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 34
Buffalo, la Butte Chaumont, la Guaranty Trust Company, la lie de la Cité,
el viejo hotel Foyot y el placer de leer y descansar por la noche; todas
las cosas, en fin, que él había amado y olvidado y que retornaban con
aquel brebaje opaco, amargo, que entorpecía la lengua, que calentaba el
cerebro, que acariciaba el estómago; con aquel brebaje que, en suma,
hacía cambiar las ideas.
El gitano hizo una mueca y le devolvió la taza.
—Huele a anís, pero es más amargo que la hiél –dijo–; es mejor estar malo
que tener que tomar esa medicina.
—Es ajenjo –explicó Jordan–. Es un verdadero matarratas. Se supone que
destruye el cerebro, pero yo no lo creo. Solamente cambia las ideas. Hay
que mezclar el agua muy despacio, gota a gota. Pero yo lo he hecho al
revés: lo he echado al agua.
—¿Qué es lo que está usted diciendo? –preguntó Pablo, malhumorado,
dándose cuenta de la burla.
—Estaba explicándole cómo se hace esta medicina –repuso Jordan,
sonriendo–. La compré en Madrid. Era la última botella y me ha durado
tres semanas. –Tomó un buen sorbo y notó que por su lengua se extendía
una sensación de delicada anestesia. Miró a Pablo y volvió a sonreír.
—¿Cómo van las cosas? –preguntó.
Pablo no contestó y Jordan observó detenidamente a los otros tres hombres
sentados a la mesa. Uno de ellos tenía una cara grande, chata y morena
como un jamón serrano, con la nariz aplastada y rota; el largo y delgado
cigarrillo ruso que sostenía en la comisura de los labios hacía que el
rostro pareciese aún más aplastado. Tenía un pelo gris, como erizado, y
un rastrojo de barbas igualmente gris, y llevaba la habitual blusa negra
de los campesinos, abrochada hasta el cuello. Bajó los ojos hacia la mesa
cuando Jordan le miró, pero lo hizo de una forma tranquila; sin
parpadear. Los otros dos eran, evidentemente, hermanos; se parecían
mucho: los dos eran bajos, achaparrados, de pelo negro, que les crecía a
dos dedos de la frente, ojos oscuros y piel cetrina. Uno de ellos tenía
una cicatriz que le cruzaba la frente sobre el ojo izquierdo. Mientras
Jordan los observaba, ellos le devolvieron la mirada con tranquilidad.
Uno de ellos podría tener veintiséis o veintiocho años; el otro era
posiblemente algo mayor.
—¿Qué es lo que miras? –preguntó uno de los hermanos, el de la cicatriz.
—Te estoy mirando a ti –dijo Jordan.
—¿Tengo algo raro en la cara?
—No –dijo Jordan–; ¿quieres un cigarrillo?
—Venga –dijo el hermano. No lo había querido antes–. Son como los que
llevaba el otro, el del tren.
—¿Estuvo usted en el tren?
—Estuvimos todos en el tren –contestó el hermano calmosamente–. Todos,
menos el viejo.
—Eso es lo que deberíamos hacer ahora –dijo Pablo–. Otro tren.
—Podemos hacerlo –dijo Jordan–. Después del puente.
Vio que la mujer de Pablo se había vuelto de frente y estaba escuchando.
Cuando pronunció la palabra puente, todos guardaron silencio.
—Después del puente –volvió a decir Jordan con intención. Y tomó un trago
de ajenjo. «Será mejor poner las cartas sobre la mesa –pensó–. De todas
formas, me veré obligado a hacerlo.»
—No estoy por lo del puente –dijo Pablo, mirando hacia la mesa–. Ni yo ni
mi gente.
Jordan no le discutió. Miró a Anselmo y levantó el jarro.
—Entonces tendremos que hacerlo solos, viejo–y sonrió.
—Sin ese cobarde –dijo Anselmo.
—¿Qué es lo que has dicho? –preguntó Pablo al viejo.