POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 33

—Está lejos del fuego –dijo Jordan–. Coged cigarrillos. –Pasó el dedo pulgar por el borde de la caja de cartón, en la que había pintado un gran acorazado en colores, y ofreció la caja a Pablo. Anselmo acercó un taburete de cuero sin curtir y Jordan se sentó junto a la mesa. Pablo se quedó mirándole, como si fuera a hablar de nuevo, pero no dijo nada, limitándose a coger algunos cigarrillos. Jordan pasó la caja a los demás. No se atrevía aún a mirarlos de frente, pero observó que uno de los hombres cogía cigarrillos y los otros dos no. Toda su atención estaba puesta en Pablo. —¿Cómo va eso, gitano? –preguntó a Rafael. —Bien –contestó el interrogado. Jordan habría asegurado que estaban hablando de él cuando entró en la cueva. Hasta el gitano se encontraba molesto. —¿Te dejará que comas otra vez? –insistió Jordan refiriéndose a la mujer. —Sí, ¿por qué no? –dijo el gitano. El ambiente amistoso y jovial de la tarde se había disipado. La mujer de Pablo, sin decir nada, seguía soplando las brasas del fogón. —Uno que se llama Agustín dice que se aburre por ahí arriba –explicó Jordan. —El aburrimiento no mata –dijo Pablo–. Dejadle. —¿Hay vino? –preguntó Jordan, sin dirigirse a ninguno en particular, e inclinándose apoyó las manos en la mesa. —Ha quedado un poco –dijo Pablo de mala gana. Jordan decidió que sería conveniente observar a los otros y tratar de averiguar cómo iban las cosas. —Entonces querría un jarro de agua. Tú –dijo, llamando a la muchacha y acentuando el tú con desenvoltura–, tráeme una taza de agua. La muchacha miró a la mujer, que no dijo nada ni dio señales de haber oído. Luego fue a un barreño que tenía agua y llenó una taza. Volvió a la mesa y la puso delante de Jordan, que le sonrió. Al mismo tiempo contrajo los músculos del vientre y volviéndose un poco hacia la izquierda, en su taburete, hizo que se deslizara la pistola a lo largo de su cintura hasta el lugar que deseaba. Bajó la mano hacia el bolsillo del pantalón. Pablo no le quitaba ojo de encima. Jordan sabía que todos le miraban, pero él no miraba más que a Pablo. Su mano salió del bolsillo con la cantimplora. Desenroscó y luego alzó la tapa, bebió la mitad de su contenido y dejó caer lentamente en el interior unas gotas del líquido de la cantimplora. —Es demasiado fuerte para ti; si no, te daría para que lo probases –dijo Jordan a la muchacha, volviendo a sonreírle–. Queda poco; si no, te ofrecería –dijo a Pablo. —No me gusta el anís –dijo Pablo. El olor acre procedente de la taza había llegado al otro extremo de la mesa y Pablo había reconocido el único componente que le era familiar. —Me alegro –dijo Jordan–, porque queda muy poco. —¿Qué bebida es ésa? –preguntó el gitano. —Es una medicina –dijo Jordan–. ¿Quieres probaria? —¿Para qué sirve? —Para nada –contestó Jordan–, pero lo cura todo. Si tienes algo que te duela, esto te lo curará. —Déjame probarlo –pidió el gitano. Jordan empujó la taza hacia él. Era un líquido amarillento mezclado con el agua y Jordan confió en que el gitano no tomaría más que un trago. Quedaba realmente muy poco y un trago de esta bebida reemplazaba para él todos los periódicos de la tarde, todas las veladas pasadas en los cafés, todos los castaños, que debían de estar en flor en aquella época del año; los grandes y lentos caballos de los bulevares, las librerías, los quioscos y las salas de exposiciones, el Parque Montsouris, al Estadio