POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 26

El centinela estaba de pie, vuelto de espaldas a ellos en el otro extremo del puente. De la hondonada subía el ruido del torrente golpeando contra las rocas. De pronto, por encima de ese ruido, se abrió paso una trepidación considerable y vieron que el centinela miraba hacia arriba, con su gorro de punto echado hacia atrás. Volvieron la cabeza y, levantandola, vieron en lo alto del cielo de la tarde tres monoplanos en formación de V; los aparatos parecían delicados objetos de plata en aquellas alturas, donde aún había luz solar, y pasaban a una velocidad increíblemente rápida, acompañados del runrún regular de sus motores. —¿Serán nuestros? –preguntó Anselmo. —Parece que lo son –dijo Jordan, aunque sabía que a esa altura no es posible asegurarlo. Podía ser una patrulla de tarde de uno u otro bando. Pero era mejor decir que los cazas eran «nuestros», porque ello complacía a la gente. Si se trataba de bombarderos, ya era otra cosa. Anselmo, evidentemente, era de la misma opinión. —Son nuestros –afirmó–; los conozco. Son Moscas. —Sí –contestó Jordan–; también a mí me parece que son Moscas. —Son Moscas –insistió Anselmo. Jordan pudo haber usado los gemelos y haberse asegurado al punto de que lo eran; pero prefirió no usarlos. No tenía importancia el saber aquella noche de quiénes eran los aviones, y si al viejo le agradaba pensar que eran de ellos, no quería quitarle la ilusión. Sin embargo, ahora que se alejaban camino de Segovia, no le parecía que los aviones se asemejaran a los «Boeing P 32» verdes, de alas bajas pintadas de rojo, que eran una versión rusa de los aviones americanos que los españoles llamaban Moscas. No podía distinguir bien los colores, pero la silueta no era la de los Moscas. No; era una patrulla fascista que volvía a sus bases. El centinela seguía de espaldas al lado de la garita más alejada. —Vámonos –dijo Jordan. Y empezó a subir colina arriba, moviéndose con cuidado y procurando siempre quedar cubierto por la arboleda. Anselmo le seguía a la distancia de unos metros. Cuando estuvieron fuera de la vista del puente, Jordan se detuvo y el viejo llegó hasta él, y empezaron a trepar despacio, montaña arriba, entre la oscuridad. —Tenemos una aviación formidable –dijo el viejo, feliz. —Sí. —Y vamos a ganar. —Tenemos que ganar. —Sí, y cuando hayamos ganado, tiene usted que venir conmigo de caza. —¿Qué clase de caza? —Osos, ciervos, lobos, jabalíes... —¿Le gusta cazar? —Sí, hombre, me gusta más que nada. Todos cazamos en mi pueblo. ¿No le gusta a usted la caza? —No –contestó Jordan–. No me gusta matar animales. —A mí me pasa lo contrario –dijo el viejo–; no me gusta matar hombres. —A nadie le gusta, salvo a los que están mal de la cabeza –comentó Jordan–: pero no tengo nada en contra cuando es necesario. Cuando es por la ca usa. —Eso es diferente –dijo Anselmo–. En mi casa, cuando yo tenía casa, porque ahora no tengo casa, había colmillos de jabalíes que yo había matado en el monte. Había pieles de lobo que había matado yo. Los había matado en el invierno, dándoles caza entre la nieve. Una vez maté uno muy grande en las afueras del pueblo, cuando volvía a mi casa, una noche del mes de noviembre. Había cuatro pieles de lobo en el suelo de mi casa. Estaban muy gastadas de tanto pisarlas, pero eran pieles de lobo. Había cornamentas de ciervo que había cazado yo en los altos de la sierra y