POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 20
mano cuando quería dejar caer a la muchacha, y le obligaba a cogerla otra
vez, y le cargaba el fusil y le daba unas voces que le volvían loco...
Ella le sacaba los cartuchos de los bolsillos y cargaba el fusil y seguía
gritándole. Se hizo de noche, y con la oscuridad todo se arregló. Pero
fue una suerte que no tuvieran caballería.
—Debió de ser muy duro lo del tren –dijo Anselmo–. Yo no estuve en el
tren –explicó a Jordan–. Estaban la banda de Pablo, la del Sordo, al que
veremos esta noche, y dos bandas más de estas montañas. Yo me encontraba
al otro lado de las líneas.
—Y además estaba el rubio del nombre raro –dijo el gitano.
—Kashkin.
—Sí, es un nombre que no logro recordar nunca. Nosotros teníamos dos que
llevaban ametralladora. Dos que nos había enviado el ejército. No
pudieron cargar con la ametralladora al final y se perdió. Seguramente no
pesaba más que la muchacha, y si la vieja se hubiera ocupado de ellos,
hubieran traído la ametralladora. –Movió la cabeza al recordarlo, y
prosiguió–: En mi vida vi semejante explosión. El tren venía despacio. Se
le veía llegar de lejos. Yo estaba tan exaltado, que no podría
explicarlo. Se vio la humareda y después se oyó el pitido del silbato.
Luego se acercó el tren haciendo chu–chu chu–chu, cada vez más fuerte, y
después, en el momento de la explosión, las ruedas delanteras de la
máquina se levantaron por los aires y la tierra rugió, y pareció como si
se levantase todo en una nube negra, y la locomotora saltó al aire entre
la nube negra; las traviesas de madera saltaron a los aires como por
encanto, y luego la máquina quedó tumbada de costado, como un gran animal
herido. Y luego una explosión de vapor blanco antes que el barro de la
otra explosión hubiese acabado de caer. Entonces la máquina empezó a
hacer ta ta ta ta –dijo exaltado, el gitano, agitando los puños cerrados,
levantándolos y bajándolos, con los pulgares apoyados en una imaginaria
ametralladora–. Ta ta ta ta –gritó, entusiasmado–. Nunca había visto nada
semejante, con los soldados que saltaban del tren y la máquina que les
disparaba a bocajarro, y los hombres cayendo; y fue entonces cuando puse
la mano en la máquina, y estaba tan excitado, que no me di cuenta de que
quemaba. Y entonces la vieja me dio un bofetón y me dijo: «Dispara,
idiota; dispara, o te aplasto los sesos.» Entonces yo empecé a disparar,
pero me costaba trabajo tener la máquina derecha, y los soldados huían a
las montañas. Más tarde, cuando bajamos hasta el tren a ver lo que
podíamos coger, un oficial, con la pistola en la mano, reunió a la fuerza
a sus soldados contra nosotros. El oficial agitaba la pistola y les
gritaba que vinieran tras de nosotros, y nosotros disparamos contra él,
pero no le alcanzamos. Entonces los soldados se echaron a tierra y
empezaron a disparar, y el oficial iba de acá para allá, pero no llegamos
a alcanzarle, y la máquina no podía dispararle a causa de la posición del
tren. Ese oficial mató a dos de sus hombres, que estaban tumbados en el
suelo, y, a pesar de ello, los otros no querían levantarse, y él gritaba
y acabó por hacerlos levantarse, y vinieron corriendo hacia nosotros y
hacia el tren. Luego volvieron a tumbarse y dispararon. Después escapamos
con la máquina, que continuaba disparando por encima de nuestras cabezas.
Fue entonces cuando me encontré a la chica, que se había escapado del
tren y se había escondido en las rocas, y se vino con nosotros. Y fueron
esos mismos soldados quienes nos persiguieron hasta la noche.
—Debió de ser un golpe muy duro –dijo Anselmo–. Pero de mucha emoción.
—Es la única cosa buena que se ha hecho hasta ahora –dijo una voz grave–.
¿Qué estás haciendo, borracho repugnante, hijo de puta gitana? ¿Qué estás
haciendo?
Robert Jordan vio a una mujer, como de unos cincuenta años, tan grande
como Pablo, casi tan ancha como alta; vestía una falda negra de campesina