POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 176
—Ni piernas ni pies ni cuerpo que no sean los tuyos.
—Pero somos diferentes –dijo ella–. Quisiera que fuésemos enteramente
iguales.
—No digas eso.
—Sí. Lo digo. Era una cosa que quería decirte.
—No has querido decirlo.
—Quizá no –dijo ella, hablando quedamente, con la boca pegada a su
hombro–. Pero quizá sí. Ya que somos diferentes, me alegro de que tú seas
Roberto y yo María. Pero si tuviera que cambiar alguna vez, a mí me
gustaría cambiarme por ti. Quisiera ser tú; porque te quiero mucho.
—Pero yo no quiero cambiar. Es mejor que cada uno sea quien es.
—Pero ahora no seremos más que uno, y nunca existirá el uno separado del
otro. –Luego añadió–: Yo seré tú cuando no estés aquí. ¡Ay, cuánto te
quiero... y tengo que cuidar de ti!
—María...
—Sí.
—María...
—Sí.
—María...
—Sí, por favor.
—¿No tienes frío?
—No. Tápate los hombros con la manta.
—María...
—No puedo hablar.
—Oh, María, María, María.
Volvieron a encontrarse más tarde, uno junto al otro, con la noche fría a
su alrededor, sumergidos en el calor del saco y la cabeza de María
rozando la mejilla de Robert Jordan. La muchacha yacía tranquila,
dichosa, apretada contra él. Entonces ella le dijo suavemente:
—¿Y tú?
Como tú –dijo él.
Sí –convino ella–; pero no ha sido como esta tarde.
—No.
Pero me gustó más. No hace falta morir.
—Ojalá –dijo él–. Confío en que no.
—No quise decir eso.
—Lo sé. Sé lo que quisiste decir. Los dos queremos decir lo mismo.
—Entonces, ¿por qué has dicho eso en vez de lo que yo decía?
—Porque para un hombre es distinto.
—Entonces me alegro mucho de que seamos diferentes.
—Y yo también –dijo él–; pero he entendido lo que querías decir con eso
de morirse. Hablé como hombre por la costumbre. He sentido lo mismo que
tú.
—Hables como hables y seas como seas, es así como te quiero.
—Y yo te quiero a ti y adoro tu nombre, María.
—Es un nombre vulgar.
—No –dijo él–. No es vulgar.
—¿Dormimos ahora? –preguntó ella–. Yo me dormiría en seguida.
—Durmamos –dijo él sintiendo la cercanía del cuerpo esbelto y cálido
junto a sí, reconfortante, sintiendo que desaparecía la soledad
mágicamente, por el simple contacto de costados, espaldas y pies, como si
todo aquello fuese una alianza contra la muerte. Y susurró–: Duerme a
gusto, conejito.
Y ella:
—Ya estoy dormida.
—Yo también voy a dormirme –dijo él–. Duerme a gusto, cariño.
Luego se quedó dormido, feliz en su sueño.