POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 170

la agilidad le habían desaparecido de las piernas y sus reflejos no eran lo que habían sido antes. —Desde luego –reconoció Pilar–. Todo eso es verdad. Pero todos los gitanos estaban enterados de que olía a muerte, y cuando entraba en Villa Rosa había que ver a personas como Ricardo y Felipe González, que se escabullían por la puerta de atrás. —Quizá le debieran dinero –comentó Robert Jordan. —Es posible –aseveró Pilar–. Es muy posible. Pero también lo olían. Y lo sabían todos. —Lo que dice ella es verdad, inglés –dijo Rafael, el gitano–. Es cosa muy sabida entre nosotros. —No creo una sola palabra –dijo Robert Jordan. —Oye, inglés –comenzó a decir Anselmo–, yo estoy en contra de todas esas brujerías. Pero esta Pilar tiene fama de saber mucho de esas cosas. —Pero ¿a qué huele? –inquirió Fernando–. ¿Qué olor tiene eso? Si hay un olor a muerte, tiene que oler a algo determinado. —¿Quieres saberlo, Fernandito? –preguntó Pilar, sonriendo–. ¿Crees que podrías olerlo tú? —Si esa cosa existe realmente, ¿por qué no habría de olerla yo también como otro cualquiera? —¿Por qué no? –se burló Pilar, cruzando sus anchas manos sobre las rodillas–. ¿Has estado alguna vez en algún barco? —No. Ni ganas. Entonces podría suceder que no lo reconocieras. Porque, en parte, es el olor de un barco cuando hay tormenta y se cierran las escotillas. Si pones la nariz contra la abrazadera de cobre de una escotilla bien cerrada, en un barco que va dando bandazos, cuando te empiezas a encontrar mal y sientes un vacío en el estómago, sabrás lo que es ese olor. —No podría reconocerlo, porque nunca he estado en un barco –dijo Fernando. —Yo he estado en un barco muchas veces –dijo Pilar–. Para ir a México y a Venezuela. —Bueno, y aparte de eso, ¿cómo es el olor? –preguntó Robert Jordan. Pilar, que estaba dispuesta a rememorar orgullosamente sus viajes, le miró burlonamente. —Está bien, inglés. Aprende. Eso es, aprende. Buena falta te hace. Voy a enseñarte yo. Bueno, después de lo del barco, tienes que bajar muy temprano al Matadero del Puente de Toledo, en Madrid, y quedarte allí, sobre el suelo mojado por la niebla que sube del Manzanares, esperando a las viejas que acuden antes del amanecer a beber la sangre de las bestias sacrificadas. Cuando una de esas viejas salga del Matadero, envuelta en su mantón, con su cara gris y los ojos hundidos y los pelos esos de la vejez en las mejillas y en el mentón, esos pelos que salen de su cara de cera como los brotes de una patata podrida y que no son pelos, sino brotes pálidos en la cara sin vida, bien, inglés, acércate, abrázala fuertemente y bésala en la boca. Y conocerás la otra parte de la que está hecho ese olor. —Eso me ha cortado el apetito –protestó el gitano–. Lo de los brotes ha sido demasiado. —¿Quieres seguir oyendo? –preguntó Pilar a Robert Jordan. —Claro que sí –contestó él–. Si es necesario que uno aprenda, aprendamos. —Eso de los brotes en la cara de la vieja me pone malo –repitió el gitano–. ¿Por qué tiene que ocurrir eso con las viejas, Pilar? A nosotros no nos pasa lo mismo. —No –se burló Pilar–. Entre nosotros, las viejas, que hubieran sido buenas mozas en su juventud, a no ser porque iban siempre tocando el