POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 169
—No –repuso Pilar–. Estaba demasiado lejos. Estábamos en la fila séptima
del tendido 3. Por estar allí, en aquel lugar, pude verlo todo. Pero esa
misma noche, Blanquet, que también trabajaba con Joselito cuando le
mataron, se lo contó todo a Finito en Fornos, y Finito le preguntó a Juan
Luis de la Rosa si era cierto. Pero Juan Luis no quiso decir nada. Sólo
asintió con la cabeza. Yo estaba delante cuando ocurrió, así que, inglés,
puede ser que seas sordo para algunas cosas, como Chicuelo y Marcial
Lalanda y todos los banderilleros y picadores y el resto de la gente de
Juan Luis y Manuel Granero lo fueron en esa ocasión. Pero ni Juan Luis ni
Blanquet eran sordos. Y yo tampoco lo soy; no soy sorda para esas cosas.
—¿Por qué dices sorda cuando se trata de la nariz? –preguntó Fernando.
—Leche –exclamó Pilar–; eres tú quien debiera ser el profesor, en lugar
del inglés. Pero aún podría contarte cosas, inglés, y no debes dudar de
una cosa porque no puedas verla ni oírla. Tú no puedes oír lo que oye un
perro ni oler lo que él huele. Pero ya has tenido de todas maneras una
experiencia de lo que puede ocurrirle a un hombre.
María apoyó la mano en el hombro de Robert Jordan y la mantuvo allí.
Robert Jordan pensó de repente: «Dejémonos de tonterías y aprovechemos el
tiempo disponible.» Pero después recapacitó: era demasiado pronto. Había
que apurar lo que aún quedaba de la velada. Así es que preguntó,
dirigiéndose a Pablo:
—¡Eh, tú!, ¿crees en estas brujerías?
—No lo sé –respondió Pablo–. Soy más bien de tu opinión. Nunca me ha
ocurrido nada sobrenatural. Miedo sí que he pasado algunas veces, y
mucho. Pero creo que Pilar puede adivinar las cosas por la palma de la
mano. Si no está mintiendo, es posible que haya olido eso que dice.
—¡Qué va! –contestó Pilar–. ¡Qué voy a mentir! No soy yo la que lo ha
inventado. Ese Blanquet era un hombre muy serio y, además, muy devoto. No
era gitano, sino un burgués de Valencia. ¿Le has visto alguna vez?
—Sí –replicó Robert Jordan–; le he visto muchas veces. Era pequeño, de
cara grisácea, pero no había nadie que manejase la capa como él. Se movía
como un gamo.
—Justo –dijo Pilar–. Tenía la cara gris por una enfermedad del corazón y
los gitanos decían que llevaba la muerte consigo, aunque era capaz de
apartarla de un capotazo, con la misma facilidad con que tú limpiarías el
polvo de esta mesa. Y él, aunque no era gitano, sintió el olor de muerte
que despedía José en Talavera. No sé cómo pudo notarlo por encima del
olor a manzanilla. Pero Blanquet hablaba de aquello con muchas
vacilaciones y los que entonces le escuchaban dijeron que todo eso eran
fantasías, y que lo que había olido era el olor que exhalaba Joselito de
los sobacos, por la mala vida que llevaba. Pero más tarde vino eso de
Manolo Granero, en lo que participó también Juan Luis de la Rosa. Desde
luego, Juan Luis no era muy decente, pero tenía mucha habilidad en su
trabajo y tumbaba a las mujeres mejor que nadie. Blanquet era serio y muy
tranquilo y completamente incapaz d