POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 15

El vino era bueno; sabía ligeramente a resina, a causa de la piel del odre, pero era fresco y excelente al paladar. Jordan bebió despacio, paladeándolo y notando cómo corría por todo su cuerpo, aligerando su cansancio. —La comida viene en seguida –insistió Pablo–. Y aquel extranjero de nombre tan raro, ¿cómo murió? —Le atraparon y se suicidó. —¿Cómo ocurrió eso? —Fue herido y no quiso que le hicieran prisionero. —Pero ¿cómo fueron los detalles? —No lo sé –dijo Jordan, mintiendo. Conocía muy bien los detalles, pero no quería alargar la charla en torno al asunto. —Nos pidió que le prometiéramos matarle en caso de que fuera herido, cuando lo del tren, y no pudiese escapar –dijo Pablo–. Hablaba de una manera muy extraña. «Debía de estar por entonces muy agitado –pensó Jordan–. ¡PobreKashkin!» —Tenía no sé qué escrúpulo de suicidarse –explicó Pablo–. Me lo dijo así. Tenía también mucho miedo de que le torturasen. —¿Le dijo a usted eso? –preguntó Jordan. —Sí –confirmó el gitano–. Hablaba de eso con todos nosotros. —Estuvo usted también en lo del tren, ¿no? —Sí, todos nosotros estuvimos en lo del tren. —Hablaba de una manera muy rara –insistió Pablo–.Pero era muy valiente. «¡Pobre Kashkin! –pensó Jordan–. Debió de hacer más daño que otra cosa por aquí.» Le hubiera gustado saber si se hallaba ya por entonces tan inquieto. «Debieron haberle sacado de aquí. No se puede consentir a la gente que hace esta clase de trabajos que hable así. No se debe hablar así. Aunque lleve a cabo su misión, la gente de esta clase hace más daño que otra cosa hablando de ese modo.» —Era un poco extraño –confesó Jordan–. Creo que estaba algo chiflado. —Pero era muy listo para armar explosiones –dijo el gitano–. Y muy valiente. —Pero algo chiflado –dijo Jordan–. En este asunto hay que tener mucha cabeza y nervios de acero. No se debe hablar así, como lo hacía él. —Y usted –dijo Pablo– si cayera usted herido en lo del puente, ¿le gustaría que le dejásemos atrás? —Oiga –dijo Jordan, inclinándose hacia él, mientras metía la taza en el recipiente para servirse otra vez vino–. Oiga, si tengo que pedir alguna vez un favor a alguien, se lo pediré cuando llegue el momento. —¡Ole! –dijo el gitano–. Así es como hablan los buenos. ¡Ah! Aquí está la comida. —Tú ya has comido –dijo Pablo. —Pero puedo comer otra vez –dijo el gitano–. Mira quién la trae. La muchacha se inclinó para salir de la cueva. Llevaba en la mano una cazuela plana de hierro con dos asas y Robert Jordan vio que volvía la cara, como si se avergonzase de algo, y en seguida comprendió lo que le ocurría. La chica sonrió y dijo: «Hola, camarada», y Jordan contestó: «Salud», y procuró no mirarla con fijeza ni tampoco apartar de ella su vista. La muchacha puso en el suelo la paellera de hierro, frente a él, y Jordan vio que tenía bonitas manos de piel bronceada. Entonces ella le miró descaradamente y sonrió. Tenía los dientes blancos, que contrastaban con su tez oscura, y la piel y los ojos eran del mismo color castaño dorado. Tenía lindas mejillas, ojos alegres y una boca llena, no muy dibujada. Su pelo era del mismo castaño dorado que un campo de trigo quemado por el sol del verano, pero lo llevaba tan corto, que hacía pensar en el pelaje de un castor. La muchacha sonrió, mirando a Jordan, y levantó su morena mano para