POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 11
—Así acaban todos los hombres –insistió Anselmo–. Así han acabado siempre
todos los hombres de este mundo. ¿Qué es lo que te pasa, hombre? ¿Qué le
pasa a tus tripas?
—Son muy fuertes –dijo Pablo. Hablaba como si se hablara a sí mismo. Miró
a los caballos tristemente–. Usted no sabe lo fuertes que son. Son cada
vez más fuertes, y están cada vez mejor armados. Tienen cada vez más
material. Y yo, aquí, con caballos como ésos. ¿Y qué es lo que me espera?
Que me cacen y me maten. Nada más.
—Tú también cazas –le dijo Anselmo.
—No –contestó Pablo–. Ya no cazo. Y si nos vamos de estas montañas,
¿adonde podemos ir? Contéstame: ¿adónde iremos?
—En España hay muchas montañas. Está la Sierra de Gredos, si tenemos que
irnos de aquí.
—No se ha hecho para mí –respondió Pablo–. Estoy harto de que me den
caza. Aquí estamos bien. Pero si usted hace volar el puente, nos darán
caza. Si saben que estamos aquí, nos darán caza con aviones, y nos
encontrarán. Nos enviarán a los moros para darnos caza, y nos encontrarán
y tendremos que irnos. Estoy cansado de todo eso, ¿me has oído? –Y se
volvió hacia Jordan: ¿Qué derecho tiene usted, que es forastero, para
venir a mí a decirme lo que tengo que hacer?
—Yo no le he dicho a usted lo que tiene que hacer –le respondió Jordan.
—Ya me lo dirá –concluyó Pablo–. Eso, eso es lo malo.
Señaló hacia los dos pesados fardos que habían dejado en el suelo
mientras miraban los caballos. La vista de los caballos parecía que
hubiese traído todo aquello a su imaginación, y al comprender que Robert
Jordan entendía de caballos se le había soltado la lengua. Los tres
hombres se quedaron pegados a las cuerdas mirando cómo el resplandor del
sol ponía manchas en la piel del semental bayo. Pablo miró a Jordan, y,
golpeando con el pie contra el pesado bulto, insistió:
—Eso es lo malo.
—He venido solamente a cumplir con mi deber –insistió *Jordan–. He venido
con órdenes de los que dirigen esta guerra. Si le pido a usted que me
ayude y usted se niega, puedo encontrar a otros que me ayudarán. Pero ni
siquiera le he pedido ayuda. Haré lo que se me ha mandado y puedo
asegurarle que es asunto de importancia. El que yo sea extranjero no es
culpa mía. Hubiera preferido nacer aquí.
—Para mí, lo más importante es que no se nos moleste –aclaró Pablo–. Para
mí, la obligación consiste en conservar a los que están conmigo y a mí
mismo.
—A ti mismo, sí –terció Anselmo–. Te preocupas mucho de ti mismo desde
hace algún tiempo. De ti y de tus caballos. Mientras no tuviste caballos,
estabas con nosotros. Pero ahora eres un capitalista, como los demás.
—No es verdad –contestó Pablo–. Me ocupo de los caballos por la causa.
—Muy pocas veces –respondió Anselmo secamente–. Muy pocas veces, a mi
juicio. Robar te gusta. Comer bien te gusta. Asesinar te gusta. Pelear,
no.
—Eres un viejo que vas a buscarte un disgusto por hablar demasiado.
—Soy un viejo que no tiene miedo a nadie –replicó Anselmo–. Soy un viejo
que no tiene caballos.
—Eres un viejo que no va a vivir mucho tiempo.
—Soy un viejo que vivirá hasta que se muera –concluyó Anselmo–. Y no me
dan miedo los zorros.
Pablo no añadió nada, pero cogió otra vez el bulto.
—Ni los lobos tampoco –siguió Anselmo, cogiendo su fardo–, en el caso de
que fueras un lobo.
—Cierra el pico –ordenó Pablo–. Eres un viejo que habla demasiado.