Pequeñas Historias
16
Eran las 6 de la mañana. Una vez más llegaba tarde así que me descalcé en el rellano de la escalera. Caminé con sigilo por el pasillo con la esperanza de que mi padre estuviese dormido, entonces un llanto me sobresaltó. Maldita suerte. Era mi abuela. Tenía Alzehínmer. A menudo se despertaba en las noches atormentada por sus recuerdos. “Se muere” había dicho mi padre. Yo sabía que además de aquella horrible enfermedad, sufría una terrible morriña pero mi padre se negaba continuamente a arrastrarle a un viaje del que nadie estaba seguro que fuera a regresar. Pero esa noche, todo cambió.
Mi abuela estaba rebosante de alegría, se levantó apresurada para hacer su maleta, sabía que luego me tocaría deshacerla pero le dejé seguir, había tanta emoción en sus
ojos que me dieron ganas de llorar. Había pasado del llanto a la sonrisa, de la debilidad a la fortaleza, parecía haberse curado.
Cuando llegamos parecía desilusionada, su mundo había cambiado, parecía morir poco a poco, como ella. No había casi gente, al igual que otras muchas más cosas eso también se le había olvidado a mi abuela. La gente se marcha en busca de trabajo, los jóvenes se alejan para estudiar, siempre con la misma promesa en los labios: “Te prometo que vengo en cuanto pueda que yo no aguanto”. Pero una vez allí, se desdicen de sus palabras. Y egoístas, se olvidan de todo lo que su pueblo les ha dado: sus primeros pasos, sus amigos, sus primeros amores y también sus desengaños, que de todo hay en la vida.