UNA SECCIÓN DE LAURA MULA
En algún lugar al norte de las Highlands, la fantasía supera
la realidad en este lugar de ensueño denominado Dunrobin.
Relacionada con los Condes y Duques de Sutherland y el
clan del mismo nombre desde el siglo XIV, esta edificación
parece sacada de las fantasías de cualquier infante que
sueñe con grandes castillos y aventuras inigualables. Ade-
más, hay que añadirle un ingrediente secreto para sumarlo
a la lista de imprescindibles: ¿quién diría que un trozo del
alma de Versalles tendría cabida en las tierras de los clanes?
El germen de esta localización se remonta a los norman-
dos, en concreto a Freskin de Moravia, quien ayudaría a va-
rios monarcas, como Guillermo el León (1165-1214), a
retomar el control de las Tierras Altas en tiempos convulsos.
Su reinado destacaría por ser el segundo más longevo des-
pués del de Jacobo VI antes del Acta de Unión con Inglaterra
(1707). Sin embargo, la relación de estos individuos con el
territorio no se legitimaría hasta dos generaciones posterio-
res, pues el nieto de Freskin, William, fue reconocido como
el primer Conde de Sutherland por el Rey Alexander II.
El poder de esta familia se extendió de tal manera que lle-
garon a formar parte de los Royals, puesto que los matrimo-
nios entre las familias más poderosas de Escocia eran
tendencia en la época. Su árbol genealógico se entremezcla
con la sangre azul durante generaciones. Por ejemplo, el
quinto conde se casó con la Princesa Margaret, hija de Ro-
bert de Bruce.
Su nombre se debe al sexto conde de Sutherland, Robert.
Dun Robin significa, literalmente, ‘’El Castillo de Robin’’. La
construcción, tal y como se conoce en la actualidad, ha su-
frido varias modificaciones desde sus primeros trazos allá
por 1320, cuando el tercer conde de Sutherland decidió dejar
su huella en el mundo de la genealogía. A posteriori, debido
a las modificaciones que conllevan tantos años de vida, la
sensación de trampantojo se ve acrecentada por las preten-
siones de Sir Charles Barry (1845), conocido por participar
en titánicas construcciones, como la del Palacio de Wes-
tminster, casa de las dos cámaras del Parlamento inglés. En
otras palabras, tras los muros del château de inspiración
gala, se esconde una fortaleza militar que sigue los funda-
mentos de los castillos “stone keep”, aquellos diseñados por
y para la defensa y protección de sus habitantes. Sin em-
bargo, parte de la magia que se esconde tras sus paredes es
el superpoder de poder mezclar lo neogótico con lo cas-
trense y no morir en el intento.
En 1514, el Condado de Sutherland pasó a la familia Gor-
don a través de una unión marital. Posteriormente, entre
1641 y 1644, la propiedad experimentó una gran expansión.
La decimonovena condesa de Sutherland, Elizabeth, heredó
la propiedad por la pronta muerte de su padre en 1766. En
1785 se casó con el vizconde Trentham, quien heredaría el
título de su padre en 1803, lo cual los convertiría en marqués
y marquesa de Stafford, respectivamente.
Entre los años 1811 y 1821, muchas personas fueron de-
salojadas de sus casas a causa de lo que denominaron ‘’me-
joras agrarias’’. En 1833, medio año antes de padecer ante
la Parca, George Leveson-Gower fue nombrado primer
duque de Sutherland, convirtiendo a Elizabeth en duquesa,
a su vez. Tras la muerte de su esposo, centraría sus esfuer-
zos en la actualización y modernización de sus tierras, do-
tando al castillo de una nueva ala oeste, con la capacidad
suficiente para alojar a su heredero, cónyuge y correspon-
dientes vástagos.
En 1841, el segundo duque heredaría Dunrobin tras la
muerte de su madre. Con una familia de grandes dimensio-
nes como la suya, con 8 descendientes nada más y nada
menos, la necesidad de una remodelación se hizo cada vez