Outlander Magazine Número 7 (marzo 2018) | Page 17
Todos conocemos a Panorámix, el simpático druida de los có-
mics de Astérix. O hemos oído nombrar a Merlín, el mago de la
saga del rey Arturo. Pero ¿quiénes eran los druidas en realidad?
El origen de los druidas
El druidismo es conocido desde tiempos remotos –unos 2500
años, aproximadamente- en todos los países de tradición celta,
aunque se cree que su origen es más antiguo. Históricamente es
un enigma y solo disponemos de la información que nos llega a
través del emperador Julio César, que estaba fascinado por los
druidas, y de más historiadores y generales romanos, como Sue-
tonio Paulino o Plinio el Viejo, que los estudiaron durante sus in-
cursiones en Britania, Hibernia, Caledonia o la Galia.
Entre las antiguas tribus indígenas, como caledonios, pictos,
britones, galos y demás tribus celtas de la vertiente atlántica eu-
ropea, los druidas eran la élite intelectual, considerados práctica-
mente intocables, venerados sabios y respetados chamanes
encargados de los rituales y sacrificios, bardos y poetas, astrólo-
gos, estrategas, filósofos naturales e intermediarios entre los dio-
ses y el pueblo, cultos maestros de jefes y nobles. Muchos
jóvenes acudían a ellos para ser instruidos. Estaban exentos de
ir a la guerra y se dedicaban a cuidar de su tribu y aconsejar a
sus jefes. Actuaban como jueces en todos los litigios públicos y
privados e imponían las sanciones procedentes. Si alguien de-
sobedecía su decreto, era excluido de los rituales de sacrificio,
lo que se consideraba el peor de los castigos.
Eran los guardianes de una antiquísima sabiduría ancestral,
cuyos orígenes se pierden en la antigua religión que nació entre
los primeros hombres. Su enfoque y sus conocimientos estaban
intrínsecamente unidos a la naturaleza y a la observación de los
ciclos de la vida, de las estaciones y de los astros. Usaban esos
conocimientos en favor de su pueblo, para curas y pócimas, ri-
tuales de fertilidad y para predecir el futuro. También dirigían las
grandes festividades celtas como Samhain y Beltane.
Era un privilegio y un gran honor para las familias celtas que
sus hijos se convirtiesen en druidas y, de hecho, muchas de ellas
les enviaban desde pequeños a instruirse con los hombres sabios
en sus artes. Estudiaban las leyendas en verso antiguo (aunque
la mayor parte de las enseñanzas se transmitían de forma oral),
filosofía natural, astronomía y la tradición de los dioses. Los alum-
nos más aventajados podían pasar hasta 20 años formándose
para convertirse en druidas.
Un druida en la etapa final de su vida solía designar a un su-
cesor, al cual preparaba cuanto antes para asumir el cargo. Pero
si moría antes de que su discípulo estuviese listo, o incluso si no
había seleccionado a ninguno, el cargo pasaba al druida de más
edad o, si había más de uno en igualdad de condiciones y con
los mismos méritos, el Consejo de los druidas seleccionaba un
sucesor mediante un proceso de elecciones, durante las cuales
se votaban los candidatos en asamblea. En raras ocasiones, la
sucesión de un druida también se podía decidir con las armas.
La doctrina esencial de los druidas era que el alma era inmortal
y podía pasar de una persona a otra en el momento de la muerte
de la primera. Ofrecían sacrificios, tanto animales como huma-
nos, en favor de los gravemente enfermos y también ante una
gran batalla, para que la victoria fuese propicia a su tribu y se per-
diera el menor número de vidas posible.
La asamblea druídica
Los druidas se solían reunir regularmente en claros de bos-
ques o arboledas sagradas, siempre bajo el roble más antiguo
del lugar (nuevamente, tenemos la imagen del roble sagrado).
Druidas, ¿sacerdotes?
La palabra druid es de origen celta y viene de dur o derw, que
significa roble -por lo cual el druida es “el que conoce el roble”-.
Los robles eran árboles venerados por los druidas; en ellos crecía
el muérdago sagrado que utilizaban en muchas de sus ceremo-
nias.
Los celtas no se referían a los druidas como “sacerdotes”, en
el sentido con el que conocemos actualmente la expresión. Y
desde luego tampoco como “magos” o “brujos”, que es como tam-
bién se les interpreta frecuentemente hoy en día. Pero sí que
eran considerados como los “guardianes de la fe”, de la antigua
religión pagana de sus ancestros.
También celebraban sus asambleas y ceremonias alrededor
de círculos de piedras y menhires, vestigios de épocas más re-
motas todavía, y venerados por los celtas por considerase porta-
les hacia el mundo de los ancestros o de los dioses.
Las asambleas cumplían varias funciones, como intercambio
de información y consejos, elecciones y votaciones de nuevos
druidas, castigos y destierros de quienes no cumplían con sus
encomiendas, rituales y ceremonias colectivas, debates sobre
leyes y decretos.
Por lo demás, un druida “trabajaba solo”, es decir, se dedicaba
en exclusiva a un poblado, una tribu, o incluso a un noble y su
familia. Hasta nuestros días ha llegado la imagen del druida
mago, consejero de reyes, un anciano siempre representado con
una blanca y espesa barba, túnica larga y hoz dorada, que utili-
zaba para la recolección del muérdago y demás hierbas y plantas
medicinales. Esta imaginería es de época relativamente reciente,
cuando en las islas de la Gran Bretaña se despertó el romántico
interés por la antigua historia celta.
Druidesas
Frecuentemente se debate si había druidesas entre las muje-
res celtas. Nos han llegado numerosos testimonios que nos con-
firman la existencia de mujeres que representaron un importante
papel en la vida religiosa celta. Llamadas bandruaid (mujeres
druidas) o banfhilid (poetisas) eran guardianas del fuego sagrado,
mujeres sabias, poetisas y curanderas, e intercesoras ante la
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