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Jesús Martínez
Y sonó el teléfono, el 11 de noviembre de 1990, de madru-
gada. Se había venido abajo el número 33 de la calle Cadí.
Se acercó al lugar de autos: «¡Hostia, joder!».
Al parecer, los travesaños de los comedores fueron los únicos
en desplomarse.
Con el ruido, la señora Ana Rubio, del cuarto piso, se levan-
tó de la cama, salió de la habitación, entró en lo que era una
sala de estar y se precipitó al vacío.
«Nosotros no sabíamos nada de nada. Dos días después, un
amigo me comentó algo de la enfermedad de las vigas, del ce-
mento aluminoso, del “comportamiento anómalo de ese ce-
mento”…», se aferra Pepe a la barandilla de su memoria. «Pero
quédate con este dato: los profesionales sí que eran conscientes
de que el cemento aluminoso era una bomba de relojería.»
El juez acabó archivando la querella criminal que interpu-
sieron.
Durante el desarrollismo, durante la construcción acelerada,
horizontal y vertical, se batió el récord de las chapuzas (sin
tradición de albañilería, demasiado enchufismo, inconscien-
cia…).
Pocos meses antes del hundimiento del número 33 de la
calle Cadí –en Turó de la Peira, en Nou Barris–, se había caído
el techo de una escuela en la plaza Lesseps.
En España, el aluminoso no está prohibido.
Se vende para fabricar hornos de ladrillo y barbacoas, puesto
que el aluminoso aguanta temperaturas elevadas.
El Instituto de Ciencias de la Tierra Jaime Almera, del Con-
sejo Superior de Investigaciones Científicas, prepara especia-
listas en microscopía (óptica, electrónica…) aplicada al hor-
migón.