Por José María Barbano
«Vine, vi, vencí». Pode-
rosa debió de ser la mirada
de Julio César para decidir
la victoria con solo pasear
la vista sobre el campo de
batalla. Aunque probable-
mente los enemigos se dis-
persaron un poco antes de
mirarle la cara. Les bastó
con distinguir desde lejos la
llegada de las imponentes
legiones romanas que arra-
saron las Galias.
Pero esa profunda mira-
da, reflejada hasta en sus
estatuas ciegas, no le alcan-
zó para distinguir la traición
de su propio entorno.
Para los niños
de México
Tropecé en las redes con
una fábula que conocí en el
tiempo en que leía papel:
dicen que los dioses prime-
ros eran muy divertidos, y
crearon cosas sin preocu-
parse de los detalles. Die-
ron ojos a los hombres, pero
no les dijeron para qué. Su-
cedió que mientras estaban
reunidos, llegaron los hom-
bres primeros tropezando
con todo, atropellándolos e
interrumpiendo su fiesta.
Entonces los dioses prime-
ros tuvieron que explicarles
para qué son los ojos: «Y
todas las miradas aprendie-
ron los primeros hombres y
mujeres. Y la más importan-
Basta la
irada
m
te que aprendieron es la
mirada que se mira a sí mis-
ma y se sabe y se conoce,
la mirada que se mira a sí
misma mirando y mirándo-
se, que mira caminos y mira
mañanas que no se han
nacido todavía, caminos
aún por andarse y madru-
gadas por parirse».
El apólogo, que vale la
pena leerlo, lo trae un hom-
bre de pluma y fusil, el
Subcomandante Marcos.
Miradas para
la roja
«Vino a insultarme. ¡Lo
leí en la mirada!». El árbitro
alemán leyó agravios en los
ojos del capitán argentino,
(1966), que sólo pedía un
intérprete para saber qué
había cobrado. Y Rattín tuvo
que irse a patear el bande-
rín del córner.
En el código de comuni-
caciones, la mirada encie-
rra un mensaje. Es tan fuer-
te, y más todavía, como las
palabras o los gestos.
Para no entender las
miradas, nada mejor que
descalificar al protagonista:
es una loca; está enferma;
histérica; no sabe lo que
dice; mirá con qué nos sale
este; andá a saber quién lo
manda. Etc… etc…
Las acusaciones están
destinadas a quitar autori-
dad, moral o psíquica, del
otro cuando el mensaje de
sus gestos, palabras o mi-
radas causa algún malestar.
Justamente la condición
de «enferma» la utilizaron
los poderosos para des-
echar el discurso de la ado-
lescente sueca Greta
Thunberg, líder de los mo-
vimientos estudiantiles que
alertan sobre la catástrofe
climática.
Una cumbre
para seguir
cayendo
Fue el 23 de setiembre
último durante la Cumbre
de Acción Climática de las
Naciones Unidas. El presi-
dente D. Trump había justi-
ficado su ausencia por mo-
tivos internos. Curiosamen-
te debía preocuparse por
unas inundaciones, de esas
que no se sabe bien porqué
aparecen. No obstante, jefe
del país anfitrión, quiso dar-
se una vueltita.
Cruzó el lobby para di-
rigirse a la sala de la Asam-
blea. Los custodios despla-
zaron a la gente que aguar-
daba su turno. Entró él, la
mirada en alto, hacia la de-
recha, sin reparar en nadie.
34
Detrás, contra la pared,
quedaba Greta Thunberg.
Dos miradas
La foto apuntaba al jefe
de estado. Pero la atención
se desplaza a la adolescen-
te arrinconada. Estaba mi-
rando al hombre que igno-
ra sus compromisos contraí-
dos en el Acuerdo de París
sobre el cuidado del am-
biente y cambio climático.
La joven de 16 años tuvo
su tiempo de discurso ante
la Asamblea de hombres
importantes.
La mirada de la foto dice
mucho más. En esos ojos
(¿enfermos?) explota la in-
dignación de una genera-
ción de jóvenes que no ne-
cesitan decir palabras. Sa-
ben qué hacer. Saben que
están muy solos.
¿Y el síndrome
de Asperger?
Como podría decirnos
Diógenes: Si no encuentras
un cuerdo y sano que te
diga lo que hay que hacer,
busca entre los locos y en-
fermos, que tal vez te lo
puedan indicar.