ción del Che. En un texto de puño y
letra de Gallego Soto, conservado por
López y difundido por García Lupo, se
lee que «para mi sorpresa, vi apare-
cer a un sacerdote capuchino que ha-
bía estado presenciando la escena
anterior y que, al alzar la pantalla de
luz, mostró ser el mismísimo Che».
García Lupo también cita las memo-
rias de Jorge Serguera, el Comandante
Papito, quien afirma que «el Che me
ordenó pasar por Madrid y
entrevistarme con Juan Domingo
Perón». Según Serguera, Guevara le
dijo: «Dile que nosotros estamos dis-
puestos a ayudarle». Embajador de
Cuba en Argelia, Papito pasó por Ma-
drid y se vio con el General. Anotó el
cubano que «aunque no se lo pregun-
té, estaba seguro de que el Che nun-
ca había hablado personalmente con
Perón y, sin embargo, la circunstancia
subrayaba un conocimiento». En su
encuentro, Serguera le ofreció insta-
larse en Argel como paso previo a
mudarse a La Habana. Al parecer, cir-
cularon maletines con dinero para
afianzar la «organización política in-
terna» de Perón. Serguera era un hom-
bre de máxima confianza del Che. «Los
fondos para la liberación», dinero cuyo
intermediario debió haber sido Galle-
go Soto, siguieron girando mientras
vivió Guevara. Para Papito, «el único
que puede saber esto es Fidel».
Gallego Soto pudo haber sido el
agente de Perón, el hombre que ma-
nejara esos dineros en tránsito de
Cuba a Madrid, pero en el escrito le-
gado a López, afirma que no aceptó
involucrarse en aquella noche madri-
leña donde coincidió con el General y
el guerrillero.
A Gallego Soto lo secuestraron los
militares argentinos en 1977 por sus
vínculos con el Ejército Revolucionario
del Pueblo (ERP). No volvió a apare-
cer.
Enrique Pavón P ereyra, el historia-
dor peronista, referiría en sus últimos
años que estaba en la quinta madrile-
ña con el General cuando llegó
Guevara de incógnito en 1966, dos
años después de aquella cita noctur-
na disfrazado de monje,
para decirle que no había
marcha atrás con la incur-
sión en Bolivia, que ya es-
taba decidida. Pavón ase -
gura que Perón trató de
disuadirlo, que él conocía
el terreno de sus tiempos
jóvenes y que no era re -
comendable internarse
allí. «No se suicide», ha-
bría sido su consejo.
El mejor de
todos
El 24 de octubre de
1967, dos semanas
después de la muerte
del Che en Bolivia,
Perón dirigió una car-
ta a la militancia de su
movimiento.
«Su
muerte me desgarra
el alma porque era
uno de los nuestros,
quizás el mejor: un
20
Rogelio
García
Lupo
ejemplo de conducta, desprendimien-
to, espíritu de sacrificio, renunciamien-
to. La profunda convicción en la justi-
cia de la causa que abrazó, le dio la
fuerza, el valor, el coraje que hoy lo
eleva a la categoría de héroe y már-
tir», escribió el General.
Pronto diría a Rodolfo Terragno que
«yo pude haber sido el primer Fidel
Castro de América, con sólo pedir
la ayuda de Rusia. ¿O usted cree
que no me la habría dado? Y Es-
tados Unidos no iba a ir a una gue-
rra por Argentina, como no fue por
Cuba. Pero entonces hubiera ha-
bido una guerra civil y habría
muerto un millón de argentinos».
Así justificaba su salida del poder en
el 55, pero quedó para la Historia que
pudo haber sido un precursor de Cas-
tro. Hacerle guiños a la izquierda ya
no era tan mal visto, por necesidades
políticas (aun campeaba el vadorismo),
y pronto el Cordobazo le permitiría eri-
girse como un líder aclamado por jó-
venes embelesados con la Revolución
Cubana.
Se haya encontrado o no con el
Che, queda claro que ese «era uno de
los nuestros, quizás el mejor» consti-
tuía la primera de múltiples apropia-
ciones del mito recién nacido. Para el
General, como en una canción en
boga de Bob Dylan, los tiempos esta-
ban cambiando.