Por Claudia Rafael - Agencia Pelota de Trapo
Perros rabiosos
(APe).- Los perros rabio-
sos siguen en la calle.
Prepean. Huelen enemigos.
En los pibes con gorrita, en
los luchadores sociales, en
las chicas y chicos que van
cantando a bordo de un Fiat
147 en un pueblo de algo
más de 20.000 habitantes.
Disparan. Persiguen. Empu-
jan al fuego de la inmola-
ción.
Desde los tiempos de la
maldita policía hubo infini-
tas historias individuales y
colectivas que dejaron ex-
puesta a la secta del gatillo
alegre pero también logia
de los dedos en la lata. Pero
pocas han estallado en la
cara misma del poder polí-
tico y su brazo policial como
la que generó una masacre
de la infancia, en San Mi-
guel del Monte. Y que vuel-
ven a depositar los ojos –con
toda la desconfianza im-
prescindible y la certeza
acuciante- sobre las prácti-
cas represivas. Aquellas
destinadas a frenar luchas
y rebeldías sociales pero
también –como ocurrió en
Monte - en una movida de
dominó nacida en la violen-
cia como «emergente de la
promoción estatal». Tal
como definió la Comisión
por la Memoria.
Una masacre que cayó
como un meteorito y esta-
lló en los rostros mismos de
la sociedad de un pequeño
pueblo asentado a la vera
de la ruta 3 y de una lagu-
na. Uno de esos lugares
donde cada quien se cono-
ce porque apenas supera
los 20.000 habitantes.
Un capitán y un oficial
(no dos perejiles circunstan-
ciales) a bordo de un patru-
llero persiguieron, dispara-
ron con balas de plomo (y
hasta el propio procurador
Conte Grand salió a confir-
marlo), buscaron desviar la
atención (junto al subcomi-
sario ahora en la mira) y
utilizaron –con algunas de
las familias- el clásico para
qué tenés tantos hijos si no
sabés cuidar a uno solo. En
una persecución que termi-
nó hundiendo a un manojo
de infancia, con los nom-
bres de Danilo Sansone,
Camila López y Gonzalo
Domínguez, de 13 y 14
años, y de Aníbal Suárez,
de 22, en un camión esta-
cionado y en los brazos os-
curos de la muerte. Y tiene
a Rocío Guagliarello, tam-
bién de 13, pugnando por
vivir.
Cinco nombres que que-
dan grabados como el dedo
acusador hacia una rutina
de fuego de los robocops
estatales, como vehículos
obedientes de las rutinas
sociales asignadas, pero
que dejan al desnudo al
poder político en sus prác-
ticas más ancestrales. Que
se remontan a la misma
creación de las estructuras
securitarias.
Esa maldita policía ex-
puesta y denostada de los
tiempos de Duhalde sigue
en pie: a veces con más fu-
ror mediático; otras, más
opacada por la pertenencia
social de las víctimas. Como
en las masacres de comisa-
rías o en los «alto o dispa-
ro». En los años transcurri-
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dos hubo otras infinitas his-
torias que también –como
ahora en la voz de Cristian
Ritondo- fueron definidas
como aquellas en las que se
«caerá con todo el peso de
la ley» o «se irá hasta las
últimas consecuencias».
Pero en estos años con
un agravante. Y es que hace
rato ya que las fuerzas de
seguridad vienen siendo la
única salida laboral posible
para muchos pibes de los
márgenes. Pibes talados de
futuro que encuentran un
camino directo al trabajo
seguro, con obra social y
beneficios previsionales.
Pibes con promesa de for-
mación rápida y un arma en
la mano en pocos meses.
Con un poder político
que incita, que bendice, que
abona y protege. Y que
suelta a perros rabiosos a
las calles que, como en
Monte, se devoraron defini-
tivamente las vidas de un
grupo de chicas y chicos.
Para entronizar el dolor.
Para espejar las llamas del
martirio que no cesa.