Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 367
¨El Misterio de Belicena Villca¨
de tipo alpino, de dos plantas, con techo de tejas media caña cuyo color contrastaba con el
blanco de las paredes y las negras rejas de ventanas y balcones. Contra la oscuridad de la
noche se recostaba fantasmalmente sin que, al parecer, hubiera luces encendidas.
Esta visión y el silencio sólo roto por el zumbido de los coyuyos, contribuyeron a
desmoralizarme. Me detuve un instante y contemplé la inmensa mole de la casa, apantallada
por las ramas de unos sauces gigantes que se hamacaban al compás de una suave brisa.
Tuve inexplicables deseos de echar a correr y abandonar ese escenario irreal, pero me repuse
enseguida y avancé a grandes pasos con la intención de llamar a la puerta para requerir la
presencia de tío Kurt o Cerino Sanguedolce.
Fue entonces que lo escuché.
Estaba a pocos metros de la casa cuando sentí venir de mis espaldas, hacia la derecha,
un sonido conocido... Era un quejido agudo. Un lamento muy especial que sólo pueden
reconocer de inmediato quienes hayan tenido experiencia en la cría de perros. Pues ese
quejido es la expresión del deseo de atacar que manifiesta el perro, cuando el amo le impide
hacerlo.
Yo recordaba que Mamá había traído un pequeño gato a la finca y, para evitar que Canuto
lo atacara, decidió hacérselo oler mientras lo retaba con fuertes voces y le prohibía tocarlo.
Entonces Canuto temblaba, debatiéndose entre el instinto de matar y la obediencia que debía
a sus amos, y lanzaba unos quejidos engañosos que no expresaban dolor sino el deseo
contenido de atacar.
Este tipo de quejido era el que había sonado a mis espaldas.
¡¿Perros?! –Pensé alarmado– ¿cómo no noté la falta de perros? Dios, ¡qué imbécil! Todas
las fincas tienen perros. Pero... ¿por qué no ladraban? ¿Por qué no habían ladrado?
Me di vuelta lentamente. Lo que vi me indujo un súbito terror, paralizándome en el sitio en
que estaba. Dos pares de ojos verdes relampagueaban en la penumbra a pocos pasos de mí.
Eran ojos de animal, de perros quizás; pero creo que el pánico me lo produjo el tomar
conciencia de dos cosas; una, el tamaño anormal de esas bestias, y otra, su también anormal
cautela. Porque resultaba inconcebible que hubiera podido transitar tanto por la finca sin que
los animales emitieran ni un ladrido y que en cambio me siguieran silenciosamente, casi
arrastrándose, hasta situarse tan cerca de mí que podía tocarlos con la punta del pie.
Volvió a quejarse una de las bestias con el evidente deseo de saltar sobre mí. En el
momento en que me asaltaba la certeza de que su amo no debía estar lejos, sonó un silbido
modulado de indudable origen humano. No alcancé a volverme esta vez pues las bestias, al
oír el silbido, actuaron como movidas por un resorte y de un gran salto se arrojaron sobre su
presa.
A pesar de estar casi paralizado de espanto, el instinto de conservación y varios años de
Karate, me hicieron poner en guardia. Pero sólo para comprobar que aquellas fieras gozaban
de un particular adiestramiento pues, en lugar de dar dentelladas y buscar el cuello como
hacen los perros de combate, estos parecían saber exactamente qué hacer: cada uno se
dirigió a un brazo y clavó en él sus dientes. Sentí la carne lacerada y vi que las fieras cerraban
las mandíbulas sin intenciones de soltar. El impacto del ataque me hizo trastabillar pues
ambos perros parecían pesar más que mis 90 kg.; un segundo después caía hacia atrás
mientras sentía crujir el hueso de mi brazo izquierdo en la boca del gigantesco can. Pensé,
mientras caía, en varias tácticas para zafarme de los perros: me revolcaría, patearía sus
testículos, mordería,....
–Crack– sonó el golpe en mi cráneo y todo se oscureció.
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