Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 365
¨El Misterio de Belicena Villca¨
Me hallaba saboreando el postre, dulce de cayote con nueces, cuando un niño en harapos
se ofreció a lustrar mis botas.
Hay una edad –pensé con desaliento– la infancia, que todos los animales de la naturaleza
emplean para jugar y retozar, protegidos por sus padres y demás miembros adultos de la
población. El ser humano en cambio no puede garantizar a sus niños el goce de vivir la más
bella edad como debe ser vivida: disfrutando de la fantasía.
Por principio, detesto que los niños trabajen con fines de lucro y mi primer impulso fue
alejar a aquel lustrín; pero una idea se me ocurrió en ese instante y extendí el pie derecho en
muda aceptación. Era un changuito de unos siete años e indudable ascendencia india.
Comenzó lavando y cubriendo de pomada las botas, para luego, por medio de vigorosos
masajes con una banda de lienzo, tratar de obtener el ansiado brillo.
– ¿Cómo te llamas? –pregunté, buscando ganar su confianza.
–Antonio Huanca, Señor –respondió de prisa.
–Decime Antonio ¿Vivís lejos de aquí?
Levantó la cabecita crinuda y me miró con un gesto de interrogación en los ojos. Al fin se
encogió de hombros y señalando un lugar indefinido dijo:
–Uuuf, muy lejos Señor, por allá, al otro lado del río.
Decidí que mi pregunta había sido desafortunada. Debía probar de nuevo, pero esta vez
sería más directo:
– ¿Conoces la calle Esquiú?
Se quedó pensativo un momento, pero enseguida se le iluminó la carita:
– Sí, Señor; es la que está al final de la ciudad. Si va por ésta derecho –señalaba la calle
del fondín– la va a encontrar cuando se termina el pavimento. Justo donde termina el
pavimento está la calle Esquiú, sí Señor.
Hablaba sin dejar de lustrar y a ese paso pronto terminaría. Me agaché un poco a fin de
hablar sin levantar la voz y le dije:
–Voy a verlo a Cerino Sanguedolce, ¿lo conoces?
Se largó a reír mientras se relamía.
– ¿Al dulcero? ¿Quién no lo conoce a Don Cerino, Señor?
Estiró la cabecita y me dijo en tono de confidencia:
–No le diga nada Usted, pero mis hermanitos y yo, siempre tratamos de robarle frascos de
dulce; –se le caían las babas al chango– no hay quien los haga más ricos en Santa María. Ji,
ji, ji.
Reía como un gorrión y era, festejando su travesura, finalmente un niño.
Tío Kurt es “dulcero” –pensé maravillado. Se me antojó en ese momento que sería un
tonto por no haberlo previsto pero esa idea no tenía sentido y la deseché.
El chango había terminado su labor y Yo disponía de la información suficiente para ubicar
a tío Kurt. Le pagué generosamente y se alejó hacia otras mesas a ofrecer sus servicios.
Un reloj de pared, colgado bajo un cuadrito con una colección de puntas de flechas,
marcaba las 21 Hrs. Aboné el gasto de la cena y salí.
La noche era fresca pero el cielo estaba cubierto de nubes y no corría ni un soplo de
viento. Retiré el coche y partí siguiendo las instrucciones del lustrín.
A medida que me acercaba a la calle Esquiú, las casas se iban esparciendo y disminuían
en calidad, hasta que al fin me encontré en un arrabal de miserable aspecto, adonde no sólo el
pavimento terminaba sino que también las luces de las calles eran casi inexistentes.
Doblé por la calle Esquiú hacia donde el instinto me indicaba que debía estar el río y
busqué en vano una señal, un punto de referencia que me permitiera calcular la numeración.
Maldiciendo por dentro la idea de visitar de noche a tío Kurt, comprendí rápidamente que
circulaba por un barrio formado por pequeñas fincas de cuatro o cinco hectáreas cada una.
En el Noroeste Argentino las fincas obedecen todas a un mismo patrón de construcción:
un rectángulo de tierra correctamente alambrado y una Sala (casa del dueño o cuidador)
edificada a una corta distancia de la tranquera de entrada. Pueden existir variaciones o
agregados, pero éste es el “tipo” general, que Yo conocía bien pues nuestra propia finca en
Cerrillos se adaptaba al mismo esquema. Sabía entonces de la inutilidad de llamar desde la
entrada, dado que la casa suele estar alejada de ella y acepté inconscientemente el hecho de
que iba a tener que internarme en una de las finquitas para dar aviso de mi llegada.
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