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¨El Misterio de Belicena Villca¨
Tercer Día
El Pacto Cultural sobre el que los Atlantes morenos basaban sus alianzas, por su parte,
era esencialmente diferente del Pacto de Sangre. Aquel acuerdo se fundaba en el sostén
perpetuo de un Culto. Más claramente, el fundamento de la alianza consistía en la fidelidad
indeclinable a un Culto revelado por los Atlantes morenos; el Culto exigía la adoración
incondicional de los miembros del pueblo nativo a un Dios y el cumplimiento de Su Voluntad, la
que se manifestaría a través de sus representantes, la casta sacerdotal formada e instruida
por los Atlantes morenos. No debe interpretarse con esto que los Atlantes morenos iniciaban a
los pueblos nativos en el Culto de su propio Dios pues Ellos afirmaban ser la expresión
terrestre de Dios, que era el Dios Creador del Universo; ellos, decían, eran consubstanciales
con Dios y tenían un alto propósito que cumplir sobre la Tierra, además de destruir la obra de
los Atlantes blancos: su propia misión consistía en levantar una gran civilización de la cual
saldría, al Final de los Tiempos, un Pueblo elegido de Dios, también consubstancial con Este,
al cual le sería dado reinar sobre todos los pueblos de la Tierra; ciertos Ángeles, a quienes los
malditos Atlantes blancos denominaban “Dioses Traidores al Espíritu”, apoyarían entonces al
Pueblo Elegido con todo su Poder; pero estaba escrito que aquella Sinarquía no podría
concretarse sin expulsar de la Tierra a los enemigos de la Creación, a quienes osaban
descubrir a los hombres los Planes de Dios para que estos se rebelasen y apartasen de Sus
designios; sobrevendría entonces la Batalla Final entre los Hijos de la Luz y los Hijos de las
Tinieblas, vale decir, entre quienes adorasen al Dios Creador con el corazón y quienes
comprendiesen a la serpiente con la mente.
Resumiendo, los Atlantes morenos, que “eran la expresión de Dios”, no se proponían a sí
mismos como objeto del Culto ni exponían a los pueblos nativos su concepción de Dios, la
cual se reduciría a una “Auto visión” que el Dios Creador experimentaría desde su
manifestación en los Atlantes morenos: en cambio, revelaban a los pueblos nativos el
Nombre y el Aspecto de algunos Dioses celestiales, que no eran sino Rostros del Dios
Creador, otras manifestaciones de El en el Cielo; los astros del firmamento, y todo cuerpo
celeste visible o invisible, expresaban a estos Dioses. Según la particular psicología de cada
pueblo nativo sería, pues, el Dios revelado: a unos, los más primitivos, se les mostraría a Dios
como el Sol, la Luna, un planeta o estrella, o determinada constelación; a otros, más
evolucionados, se les diría que en tal o cual astro residía el Dios de sus Cultos. En este caso,
se les autorizaba a representar al Dios mediante un fetiche o ídolo que simbolizase su Rostro
oculto, aquél con el cual los sacerdotes lo percibían en Su residencia astral.
Sea como fuere, que Dios fuese un astro, que existiese tras un astro, que se manifestase
en el mundo circundante, en la Creación entera, en los Atlantes morenos, o en cualquier otra
casta sacerdotal, el materialismo de semejante concepción es evidente: a poco que se
profundice en ello se hará patente la materia, puesta siempre como extremo real de la
Creación de Dios, cuando no como la substancia misma de Dios, constituyendo la referencia
natural de los Dioses, el soporte esencial de la existencia Divina.
Es indudable que los Atlantes morenos adoraban a las Potencias de la Materia pues todo
lo sagrado para ellos, aquello por ejemplo que señalaban a los pueblos nativos en el Culto, se
fundaba en la materia. En efecto, la santidad que se obtenía por la práctica sacerdotal
procedía de una inexorable santificación del cuerpo y de los cuerpos. Y el Poder consecuente,
demostrativo de la superioridad sacerdotal, consistía en el dominio de las fuerzas de la
naturaleza o, en última instancia, de toda fuerza. Más, las fuerzas no eran sino
manifestaciones de los Dioses: las fuerzas emergían de la materia o se dirigían a ella, y su
formalización era equivalente a su deificación. Esto es: el Viento, el Fuego, el Trueno, la Luz,
no podían ser sino Dioses o la Voluntad de Dioses; el dominio de las fuerzas era, así, una
comunión con los Dioses. Y por eso la más alta santidad sacerdotal, la que se demostraba por
el dominio del Alma, fuese ésta concebida como cuerpo o como fuerza, significaba también la
más abyecta sumisión a las Potencias de la Materia.
El movimiento de los astros denotaba el acto de los Dioses: los Planes Divinos se
desarrollaban con tales movimientos en los que cada ritmo, período, o ciclo, tenían un
significado decisivo para la vida humana. Por lo tanto, los Atlantes morenos divinizaban el
Tiempo bajo la forma de los ciclos astrales o naturales y trasmitían a los pueblos nativos la
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