Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con
sus alas y trazando estelas de plata.
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese
Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a
cansarse de su amante.
-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante
porque coquetea sin cesar con la brisa.
Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba
sus más graciosas reverencias.
-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan
los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar
conmigo.
-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.
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