-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.
-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-.
Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros
que mueran aquí.
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.
Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.
-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la
Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al
Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.
-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
-O la mía -dijo cada uno de los concejales.
Y acabaron disputando.
-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este
corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo
como desecho.
Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la
golondrina muerta.
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