El rey había reservado un lugar a su lado para el gran consejero, y tan pronto éste llegó,
comenzó la alegre velada: los meseros pasaban las viandas en frescas y verdes hojas, y
ante cada uno de los sedientos comensales, colocaban pétalos de flores, simulando
pequeñas ánforas repletas de rocío. Poco tiempo después, todos los asistentes, con la
excepción del búho, se divertían a sus anchas.
El búho, no pudiendo soportar la gritería y el comportamiento de los demás, trató de
escabullirse, y fue visto por el rey, quien lo hizo retornar. Éste obedeció la orden real,
pero -posándose en una elevada rama- le volvió la espalda a los escandalosos y alegres
convidados.
El pavo real, creyendo que el desaire iba dirigido a él, resolvió hacer uso de su autoridad
para obligar al búho a tomar parte activa en la festividad e, inmediatamente, le ordenó
que bailara con los otros y uniera su voz al discordante coro de los allí reunidos.
El búho se sintió humillado con las crueles burlas que le hicieron las otras aves después
de la celebración. Y ni la necesidad natural de alimentarse ni las súplicas de sus amigos,
le hicieron salir de su guarida.
Movido por el deseo de exponer a su rey al ridículo, tal y como éste había hecho con él,
el sabio consejero consultó el libro sagrado de los Mayas, donde encontró la manera en
que el pavo real había engañado al candoroso Puhuy.
Fue así que el búho invitó a los pájaros de la floresta del Mayab para una gran asamblea
y, al dirigirse a los presentes, se percató que no podía leer una sola palabra. Entonces,
lanzando un grito de desesperación, dejó caer el pergamino al suelo.
Los días permanecidos en el interior de su morada, hicieron que sus ojos se
acostumbraran a la oscuridad. Ahora la luz brillante de la mañana lo cegaba. Desde esa
ocasión, pocas veces se le ve durante el día. Su anhelo de venganza contra el rey fue
castigado por los dioses.
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