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Por supuesto que en Centroamérica tenemos razones fuertes para recordarlo; pero
no será un recuerdo agradable, porque Guatemala, El Salvador y Nicaragua, aún muestran
la sangre que dejaron los muertos, los miles y miles de campesinos y soldados que se
enfrentaron engañados por la retórica del dictador antillano asentado en Cuba.
En medio de la convulsa década de los 80, las armas llegaban por las noches a
Puerto Corinto, en Nicaragua, o a la desembocadura del Río San Juan, en el Atlántico, para
apertrechar a los salvajes sandinistas y a los guerrilleros del FMLN salvadoreño. Fidel y su
hermano Raúl, enviaron el armamento manufacturado en la Unión Soviética para desangrar
a estos pueblos. Y más allá del enorme genocidio… no logró nada, excepto en la Nicaragua
actual donde Daniel Ortega y su impresentable mujer tienen a ese país por el cuello,
apretándolo cuando se les ocurre y por la sinrazón que se les ocurra. En Costa Rica, la
sombra nefasta de Fidel Castro tuvo otra connotación distinta, no sangrienta como en el
resto de la región, pero sí perniciosa, grotesca y ruinosa de la paz social y laboral. En 1983,
el partido comunista costarricense, obedientemente fiel a los dictados de La Habana, logró
expulsar a los empresarios bananeros de la zona sur de este país, mediante una feroz e
interminable huelga de los trabajadores, engañados con la palabrería marxista. El resultado
final fue un estado de pobreza y desaliento en aquel lugar, que quedó desprotegido y sin
fuentes de trabajo al marcharse la Compañía bananera. Aún hoy día, en el 2016, las
ciudades sureñas de Costa Rica acusan los rasgos de la equivocada lucha de los
trabajadores manipulados.
Y en ese trajinar diario, en lo personal, me he encontrado en mi vecindario a líderes
comunistas que fueron becados en su momento e hicieron estudios en Cuba, regresaron a
Costa Rica casados con mujeres cubanas, también fidelistas; pero viven aquí en
condiciones de oligarcas, con todas las comodidades que les ha dado este capitalismo que
tanto dicen odiar y que, sin embargo, se valen de él para gozar de la opulencia. No quiero
concluir esta columna sin recordar una anécdota de la que fui partícipe: el ex presidente de
la República, Rodrigo Carazo (ya fallecido), gran amigo de los sandinistas y de los
hermanos Castro, quiso conocerme debido a mis trabajos en un periódico de California para
el cual yo trabajaba en aquellos años 80. Apenas me hube sentado al frente suyo, arranqué
con la primera pregunta para dar inicio a la entrevista, “¿Don Rodrigo, ante la situación
sangrienta por la que pasa América Central en estos momentos, usted cree que se podría
convencer a Fidel Castro de que, sin ninguna demagogia, (…).” Pero al escuchar la palabra
“demagogia”, el ex mandatario costarricense me interrumpió y me dijo, “Fidel Castro no es
un demagogo… es un hombre muy serio.” Ahí mismo terminé mi trabajo ese día. Carazo
era admirador del genocida recién muerto y también era socio de los sandinistas en
negocios en Nicaragua. Así se cernía la sombra de Castro Ruz sobre estas naciones,
mientras las balas zumbaban aquí y allá y la muerte cabalgaba por todo el istmo.