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Pau Arenós
Regresó resoplando, sudado como un pollo en una olla exprés.
Las 19.35. Los siguientes días aparcaría el coche en otras calles,
intuyendo una ruta. La soledad del barrio tenía la ventaja de
que había pocos testigos y el inconveniente de que si me veía a
menudo lo alarmaría.
Lo más probable era que fuese un imbécil. Porque ¿quién sale
a correr después de haber plantado a un mafioso? Mañana me
pondría ropa deportiva y fingiría ser un deportista de zapatilla.
Intentaba estar en formar, acudía regularmente al gimnasio,
estaba acostumbrado a la atmósfera de sudor y réflex y al menú
de hongos en las duchas.
Dejé el monovolumen en el garaje y recuperé la ropa del cuar-
to secreto. Mi piso estaba cerca, en una avenida a menos de tres
minutos. Tenía una plaza de aparcamiento en el edificio, donde
a veces dejaba el dos plazas, jamás el monovolumen. Vivía en un
ático en una torre de 20 plantas. Solo dos vecinos. Al otro lado
de la pared, la directora general de una empresa de sanitarios,
Silvia, con la que había compartido cócteles, rayas y polvos.
Pocas veces me metía coca. Silvia era adicta y si no me ponía
a su altura funcionábamos desaparejados. Últimamente tenía
poca relación con ella, ninguna sexual y aún menos por la nariz.
En verano la vi alguna vez tomar el sol en pelotas en su terraza.
Se había comprado las tetas, y el coño era un páramo gracias
al láser. En el futuro se iba a arrepentir de haber barrido los
bajos con la espada de Luke Skywalker. Las modas pasan y en
el horizonte se adivinaba el boscaje. Si la industria del porno
cambiaba el patrón, las calvicies estaban acabadas.
No, no añoraba a Silvia aunque había estado una relación en-
tretenida y cómoda. Al principio el sexo colocado era excitante,