Los inicios literarios de Vargas Llosa fueron el estreno en Piura, cuando tenía 16 años, de
una obra de teatro, hoy probablemente perdida, titulada la La huida del Inca, y algunos
cuentos publicados en Lima en diversos medios. En Lima, la presencia literaria dominante
era la de los narradores de la llamada generación del 50. Aunque finalmente se distanciaría
de ellos, el grupo estimuló su vocación literaria con su visión realista de la sociedad
peruana, especialmente la de Lima. Más en concreto,
Con ellos, aprendió a cultivar el realismo urbano, de clara intención social y testimonial, a
veces inspirado en la escuela narrativa norteamericana, el neorrealismo literario y
cinematográfico italiano y las ideas del «compromiso» desarrolladas por Sartre. Estos
influjos son visibles en los cuentos juveniles de Vargas Llosa y aun en sus primeras
novelas.54
Luego, la ruptura con los criterios estéticos de esa generación se produce sobre todo en el
plano técnico y en la resistencia de Vargas Llosa a defender en sus obras tesis o propuestas
ideológicas de determinado signo. Así, la novedad básica que introduce con sus obras es
la ruptura del modelo de representación naturalista y del esquema intelectual algo simplista
en el que se apoyaba el documentalismo de ese grupo. La misma evolución de las novelas
del autor demostraría su rápida independencia estética, estimulada por su experiencia
europea y el descubrimiento de otras formas y propuestas.55
La crítica56 tiende a distribuir su obra narrativa en tres grupos:
En el primero estarían sus obras iniciales: Los jefes, Los cachorros, La ciudad y los
perros, La casa verde y Conversación en La Catedral. Aunque se trata de narraciones muy
diversas en intención, asunto y formas (y, de hecho, cada obra constituye una
intensificación de la complejidad técnica y de contenido respecto de la anterior), presentan
una incuestionable unidad en cuanto a la complejidad del proyecto y a la visión narrativa
que proponen.
A partir de 1973, con la publicación de Pantaleón y las visitadoras, Vargas Llosa inicia una
fase marcada por una actitud cuestionadora tanto de los grandes problemas de la sociedad
latinoamericana moderna (en especial, los referidos a Perú, en un momento crítico de su
historia), como las del arte narrativo con el que intenta representarlas.57 Así, y de una forma
evidente, se aprecia una moderación de su afán totalizante y una tendencia a la plasmación
de historias generalmente menos c omplejas y dentro de unos márgenes más restringidos,
aunque sin prescindir de recursos técnicos esenciales para él como el efecto de contraste
que permite el desarrollo paralelo de dos o más historias.58 Con todo, publica en esta fase
una obra, La guerra del fin del mundo, que constituye no solo una excepción a estos rasgos
generales (es la obra de mayor ambición y trascendencia del período), sino la primera
incursión de Vargas Llosa fuera de la realidad física o histórica de su país.
Desde finales de los setenta, además, su reflexión como narrador aborda especialmente la
relación entre lo real y su trasposición literaria, esto es, la, así llamada por él, «verdad de
las mentiras», o la constatación de que la palabra crea un mundo propio que se parece a la
realidad externa, pero que tiene sus propias reglas y «verdades».59
En consecuencia, todos estos rasgos se manifiestan de una u otra manera, en otros dos
grupos de obras: uno que comprende una serie de novelas de tema político, como La guerra
del fin del mundo, Historia de Mayta, Lituma en los Andes, La fiesta del Chivo, etc.; y otro
que empieza con Pantaleón y las visitadoras, y en el que aborda tanto temas centrados en
la reelaboración de experiencias más privadas (La tía Julia y el escribidor) o de modelos
clásicos de novela policiaca (¿Quién mató a Palomino Molero?) o erótica (Elogio de la
madrastra).