La estupenda y gratísima nueva corrió por todo Socartes. No se hablaba de otra cosa en los
hornos, en los talleres, en las máquinas de lavar, en el plano inclinado, en lo profundo de las
excavaciones y en lo alto de los picos, al aire libre y en las entrañas de la tierra. Añadíanse
interesantes comentarios: que en Aldeacorba se creyó por un momento que don Francisco
Penáguilas había perdido la razón; que D. Manuel Penáguilas pensaba celebrar el regocijado
suceso dando un banquete a todos cuantos trabajaban en las minas, y finalmente, que D.
Teodoro era digno de que todos los ciegos habidos y por haber le pusieran en las niñas de sus
ojos.
La Nela no se atrevía a ir a la casa de Aldeacorba. Una secreta fuerza poderosa la alejaba de
ella. Anduvo vagando todo el día por los alrededores de la mina, contemplando desde lejos la
casa de Penáguilas, que le parecía transformada. En su alma se juntaba a un gozo
extraordinario una como vergüenza de sí misma; a la exaltación de un afecto noble la
insoportable comezón, digámoslo así, del amor propio más susceptible.
Halló una tregua a las congojosas batallas de su alma en la madre soledad, que tanto había
contribuido a la formación de su carácter, y en la contemplación de las hermosuras de la
Naturaleza, que siempre le facilitaba extraordinariamente la comunicación de su pensamiento
con la divinidad. Las nubes del cielo y las flores de la tierra hacían en su espíritu efecto igual al
que hacen en otros la pompa de los altares, la elocuencia de los oradores cristianos y las
lecturas de sutiles conceptos místicos. En la soledad del campo pensaba ella y decía
mentalmente mil cosas, sin sospechar que eran oraciones.
Mirando a Aldeacorba, decía:
-No volveré más allá... Ya acabó todo para mí... Ahora, ¿de qué sirvo yo?
En su rudeza pudo observar que el conflicto en que estaba su alma provenía de no poder
aborrecer a nadie. Por el contrario, érale forzoso amar a todos, al amigo y al enemigo, y así
como los abrojos se trocaban en flores bajo la mano milagrosa de una mártir cristiana, la Nela
veía que sus celos y su despecho se convertían graciosamente en admiración y gratitud. Lo que
no sufría metamorfosis era aquella pasioncilla que antes llamamos vergüenza de sí misma, y
que la impulsaba a eliminar su persona de todo lo que pudiera ocurrir en lo sucesivo en
Aldeacorba. Era aquello como un aspecto singular del mismo sentimiento que en los seres
educados y civilizados se llama amor propio, por más que en ella revistiera los caracteres del
desprecio de sí misma; pero la filiación de aquel sentimiento con el que tan grande parte tiene
en las acciones del hombre culto, se reconocía en que estaba basado como éste en la dignidad
más puntillosa. Si Marianela usara ciertas voces habría dicho:
-Mi dignidad no me permite aceptar el atroz desaire que voy a recibir. Puesto que Dios quiere
que sufra esta humillación, sea; pero no he de asistir a mi destronamiento. Dios bendiga a la
que por ley natural va a ocupar mi puesto; pero no tengo valor para sentarla yo misma en él.
No pudiendo expresarse así, su rudeza expresaba la misma idea de este otro modo:
-No vuelvo más a Aldeacorba... No consentiré que me vea... Huiré con Celipín, o me iré con mi
madre. Ahora yo no sirvo para nada.
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